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Editado en
Arquivo Maaravi
Brasil 2013
Dedicado a mi esposa Irene Zamorano
Dedicado a mi esposa Irene Zamorano
Quienes la vieron, cuentan que Ilse
Weber, su pequeño muchacho Tommy y los niños que ella había cuidado en el hospicio de Teheresienstadt, iban cantado camino de las cámaras de gas: la “luna” es
una “linterna” –cantaban–, “refugio en el cielo negro”, “duérmete niño,
también”, que nada turbe tu sueño, …Eso cantaban los
niños de Ilse, eso no más cantaban, cantaban y cantaban…
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Paul Eppstein |
Tras concluir la
representación de la ópera infantil El abejorro, que fue dirigida por su autor, el prestigioso
músico checo Hans Krása, los niños actores posaron ante las cámaras de los delegados
de la Cruz Roja en el escenario, muy bien decorarado, del "Teatro"
de Theresienstadt. Ninguno sobrevivió.
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A la luz del minucioso informe de
carácter secreto remitido por los observadores de la Cruz Roja a los órganos
rectores de su organización, y cuyas conclusiones permanecieron ocultas en
los archivos de las cancillerías
europeas hasta después de la guerra, el éxito que los organizadores nazis
obtuvieron de aquella auténtica «visita turística» puede ser calificado de
monumental. Una vez concluida la “gran farsa”,[3] y con los ojos de la opinión pública europea
definitivamente alejados de Theresienstadt, todo volvió a la más absoluta
rutina. Presionadas por las negros presagios que ofrecían las noticias que
llegaban de los frentes, las autoridades del campo reforzaron la frecuencia y
la capacidad de transporte de los convoyes dirigidos a Auschwitz, en cuyas
cámaras de gas los nazis estaban procurando la «solución final» al «problema judío» que había podrido la
sociedad alemana y la civilización entera de Occidente. Hacinados en uno de
esos dantescos convoyes, el 6 de octubre de 1944 comenzaron el que habría de
ser su último viaje un pequeño muchacho llamado Tommy y una mujer demacrada
pero todavía hermosa de poco más de cuarenta años de edad, la poeta y
compositora checa Ilse Weber. Era su madre. Ninguno de los dos habría de volver.
Como demuestran los versos de su «Adiós, compañero», que probablemente fuera
el último poema que escribió, Ilse Weber no ignoraba adónde iba.[4] Es probable, también, que se reprochara amargamente
y hasta la desesperación el no haber hecho caso de quienes, una y otra vez, la
aconsejaron abandonar Checoslovaquia camino de Suecia cuando todavía era
posible, tal y como ella y su esposo habían consentido hacer con Hanus, su hijo
mayor y ya casi adolescente, en una decisión providencial que salvaría su vida.
Estuvo en su mano evitar la tragedia. Decidieron quedarse. O dudaron demasiado:
lo suficiente como para que en el invierno húmedo y especialmente frío de 1942 la Gestapo pudiera detenerlos
y concentrarlos en la ciudad de Praga. En un poema escrito, tal vez, en el
invierno de 1943 –«A casa»– Ilse dibujaría con austero realismo aquel pabellón mojado y cubierto por la
nieve en que fueron confinados en condiciones inhumanas y en el que una legión
de niños a duras penas pudo sobrevivir en medio del hambre, la desesperación y
el desconcierto. El 6 de febrero de 1942 los tres subieron a un tren que la
transportaría a Theresienstadt con no más delicadeza que a unas cabezas
de ganado arrastradas a un remoto matadero. Estuvo en sus manos evitar la
tragedia, pero no la evitaron. ¿Por qué?
En la fotografía
tomada por los delegados de la Cruz Roja, aparece
–de pie y sonriente– el propio Hans Krása, con los miembros –alguno mal encarado– de la
orquesta que le acompañó en la representación de su ópera infantil El abejorro. El “éxito” fue total. Y lo fue hasta tal punto
que ninguno de los músicos sobrevivió.
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Ilse Weber había nacido en 1903 en la ciudad
morava de Witkowicz, dentro de lo que hoy conocemos como República de Chequia,
pero que entonces formaba parte del Imperio Austro-Húngaro. La suya era una
familia de clase media muy ilustrada cuya vinculación al judaísmo no le había
impedido integrarse plenamente en los valores culturales de la sociedad
burguesa de ascendencia mayoritariamente alemana de la que se sentían miembros.
Heredó un apellido genuinamente alemán –Herlinger– de su mismo padre, un hombre que tenía contactos
relevantes en los medios de comunicación más prestigiosos de la zona, y que
sintonizaba con las corrientes intelectuales que impulsaban la «emancipación»
de los lazos de naturaleza exclusivamente religiosa que, hasta entonces, habían
convertido a la comunidad judía en un grupo exclusivo y encerrado en sus
propias tradiciones, distinto y muy distante del cuerpo social en que
habitaban. Las costumbres familiares que respiró de niña eran las propias de
una familia relativamente acomodada y de mentalidad avanzada y tolerante, como
demuestra el hecho de que su propia madre regentara de modo independiente un
prestigioso café de la localidad, en el que se daban cita los intelectuales más
conocidos de la comunidad checa y de la minoría polaca, en un ambiente culto,
plurilingüe, cosmopolita y multicultural que sería decisivo en su formación
personal y literaria.
Dotada de un intenso instinto maternal, a los
catorce años –y una vez comenzada la Primera Guerra Mundial– empezó a escribir una
serie de cuentos infantiles y obras de teatro centradas en el mundo de la
infancia. Acabado el conflicto, su nombre había alcanzado ya la suficiente
notoriedad en los ambientes culturales de la época como para permitirle la
edición regularizada de sus obras en revistas y periódicos de habla alemana de
Austria, Checoslovaquia, Suiza y Alemania. Con estos antecedentes, nada tenía
de particular que tanto ella como su marido, Willi Weber, con el que se había
casado en el año 1930, fueran incapaces de imaginarse el apocalipsis que se
avecinaba, y que tantos comenzaron a intuir tras el ascenso de Hitler a la
cancillería del Reich, en 1933. Tras estallar de nuevo las hostilidades en
1939, y renuentes a dar crédito a los
rumores que hablaban de asesinatos masivos de judíos en los territorios
ocupados por el Reich, decidieron quedarse con su pequeño vástago, Tommy, en su
tierra natal. Así hasta que, en aquel frío 6 de febrero de 1942, y tras una
corta estancia en Praga, fueron enviados al campo concentración de
Theresienstadt.
Así eran las calles del
gueto modélico gueto de Theresienstatd que vieron los delegados de la
Cruz Roja Internacional.
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Tras la ocupación en el verano de 1941 de
la pequeña ciudad de Terezín, a 60 kilómetros de
Praga, la Gestapo
aprovechó su pequeña y amurallada fortaleza para instalar un gueto tristemente
célebre, que empezó a funcionar de un modo oficial el 24 de noviembre de 1941.
El campo de concentración de Theresienstadt fue diseñado por los nazis para albergar a presos políticos y a judíos
alemanes y de otros países ocupados con cuyos gobiernos colaboracionistas
deseaban mantener buenas y fluidas relaciones, como Dinamarca,
Luxemburgo, Bélgica, Austria y Checoslovaquia.
Aparte de esas consideraciones
geopolíticas y diplomáticas, los judíos que fueron a parar a él ostentaban en
muy distinto grado algunas y muy precisas peculiaridades que les hacían
merecedores, si no de un destino distinto, sí, al menos, de un trato
relativamente especial: la mayoría tenían el “privilegio” de llevar sangre aria
en diversas proporciones, participaban de la lengua y de la cultura alemanas
con notoria afección, y habían combatido con fiero patriotismo durante la
guerra del catorce en defensa de la gloria de Alemania; y, además, y por encima
de todo, gozaban de suficientes recursos económicos como para permitirse el
lujo de comprar la esperanza de retrasar por unos días más su propia muerte.
Todo este conjunto de circunstancias obligaron a las autoridades alemanas a
aflojar los cinchos del terror, lo que, dada la notable presencia de
intelectuales, músicos y escritores, hizo posible en Theresienstadt una
vasta «cultura para la supervivencia» cuyas
realizaciones en el campo de la literatura y de la música han merecido la
atención de muchos estudiosos. [5]
En ese impresionante –e insólito también– impulso cultural Ilse Weber jugó un papel de enorme envergadura. Su reputación como poeta y dramaturga del mundo infantil le facilitó, sin duda, una rápida integración en el amplio círculo de artistas e intelectuales checos que malvivían como podían en aquel «gueto especial». Convertida en enfermera jefe de la comunidad judía del campo, durante los casi dos años que duró su residencia en el infierno utilizó la literatura como una herramienta terapéutica más orientada, casi obsesivamente, a ofrecer un poco de sentido a las vidas humilladas de quienes se hacinaban en la miserable enfermería que tenía a su cargo y, de un modo muy especial, a paliar con una guitarra en la mano, el profundo desconcierto emocional de los niños que aguardaban en Theresienstadt el turno de su muerte. Ya sea como receptores, o bien como focos de luz que irradiaba sobre su propio mundo, ellos serían los protagonistas indiscutibles de una gran parte de la obra que dejó entre los farallones de aquel campo, y que, gracias al trabajo incansable de su esposo –que logró sobrevivir– nos ha sido posible conservar. [6]
Ilse con uno de sus
dos hijos
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Su poesía tenía, pues, unos claros
objetivos, y estaba orientada en una precisa dirección y hacia un mundo –el de
la infancia– igualmente concreto. Tomando en consideración estas
circunstancias, nada tiene de extraño que Ilse Weber adoptase para su escritura
un lenguaje sencillo y cercano a la experiencia cotidiana, y que huyera –como
aceite del agua– de toda vehemencia retórica que acentuase por la vía del
dramatismo los tintes sombríos de la realidad o que ayudase con el soplo de la
épica a ensanchar los límites de un espacio para la esperanza. La poeta
objetiva en la «patria» ese espacio de esperanza, sí, pero ¿a qué «patria», a
qué «lugar en el mundo» se refiere? La «patria» que Ilse Weber ofrece en sus
canciones a los niños de Theresienstadt –y a sí misma– no hace referencia sólo ni principalmente a
un lugar concreto; tampoco proyecta sobre sí misma un vínculo religioso o
de cualquier otra naturaleza que no sea la experiencia misma y compartida del
dolor. En su poema «A casa», el «hogar»
comparece como la única «patria», un lugar imaginario que no tiene más limites que los propios de ese
mundo de seguridad y de certezas que un día les fue arrebatado y al que podrán
volver un día. En su impresionante «Canción de cuna de Theresienstadt», ese marco de seguridades
cristaliza en la imagen de un padre que se sienta a los pies de su cama, pero
cuya ausencia –“tu padre ha muerto en el lager”– insta a los niños a aceptar,
pues sólo desde la asunción de la realidad se puede construir un espacio
perdurable de esperanza. Lo mismo ocurre cuando traza las fronteras de su
propio “lugar en el mundo”. En «Camino por Theresienstadt», por ejemplo, las fronteras las marca “mi hogar – tú,
maravillosa palabra que ahogas por completo mi corazón”; los hijos lo hacen en sus
«Cinco años», y el esposo en su «Adiós, compañero»: ellos, y sólo ellos,
constituyen la única «patria» de Ilse Weber, la «patria» cuya “ausencia me ha rendido y pintado de
blanco mis cabellos”…
Sin embargo, conforme el agotamiento y la
esperanza van domando su espíritu, el «hogar» que acoge, la
«patria» que a ella y a los niños les espera, se transforma poco a poco
en la propia muerte. En «Libertad pequeña», de hecho, se concreta en
un “campo lejano lleno de hierbajos / que nos ceden generosamente los
guardianes / cuando en él, sombríos, nos dan la sepultura”. La metáfora del “campo”
cede su puesto a una ”luna” dibujada en el negror del cielo, y cuya luz se
alza por encima del humo de las chimeneas como el hogar final al que los niños
y ella misma se dirigen. En los últimos instantes de su vida, quienes en
Auschwitz la vieron caminar hacia la cámara de gas con su pequeño Tommy en
brazos, y rodeada de la famélica legión de niños sucios y asustados
que ella misma había cuidado en el hospicio de Theresienstadt, recuerdan que iba cantando
con ellos una canción tan hermosa como sobrecogedora, «Wiegala, wiegala, weier»; una canción en la que
Ilse se permitió, por primera vez, dejarse llevar por esas metáforas
desbordantes de imaginación que tanto agracen los chavales –y también los
poetas verdaderos; una canción cuyos versos nos han llegado milagrosamente
intactos, y de la que resultan muy difícil hablar sin que la emoción te rompa como
un tazón de loza arrojado por las escaleras. La “luna” es una “linterna”
–cantaban–, “refugio en el cielo negro”, “duérmete niño, también”, que nada turbe
tu sueño…Eso cantaban los niños de Ilse, eso no
más cantaban y cantaban. El «hogar» es la muerte…
«la luna es una linterna
de pie contemplando el mundo refugio en el cielo negro» |
Ellos –los niños– y las circunstancias dramáticas en que abrasaban su vida, fueron hasta el final los grandes protagonistas de sus versos, a los que despojó voluntariamente durante su cautiverio de cualquier perturbación lingüística que debilitara la comunicabilidad de una escritura nacida con una sólida vocación de realismo y de verosimilitud. Con la sola excepción de su “Wiegala”, la poeta checa hizo un verdadero ejercicio de contención, reduciendo el lenguaje poético a los márgenes estrictos del lenguaje hablado, y situando en la anécdota la fuente primordial de la emoción literaria: la tensa relación entre la sobriedad antirretórica de la expresión y la dramática circunstancia que le sirve como punto de partida, multiplica los efectos emocionales de la vida contada hasta límites sobrecogedores, y convierte el dolor en un dolor más ancho y en un seco lanzazo de verdad. Su poesía, en este sentido, no quiso trascender la realidad, sino ser «testimonio» de una vida sometida a “cerco” y de una experiencia personal y compartida de orfandad que aglutinaba a los seres en un “yo” poético colectivo cuya cualidad venía dada más por las circunstancias que en común se soportaban que por la conciencia de pertenecer a un pueblo –el judío– perseguido por la fatalidad. Un cerco, en fin, del que no habría otra salida que la deportación definitiva hacia la muerte.
Shalom, Ilse, que Dios te abrace en su
seno.
En estos enlaces están los poemas citados de
"Canción de cuna de Thersienstadt" * ”A casa"
"Adios, compañero" * "Wiegala, wiegala, weier"
Otros Poemas de la Shoa
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Este texto forma parte de
de Carlos Morales.
En caso de reproducción, rogamos se cite su autoría
[1] Aunque fue escrita en 1938, Brundibár sólo pudo estrenarla clandestinamente en un asilo
judío de la ciudad de Praga poco antes de la deportación de su autor, el 10 de
agosto de 1941, al gueto de Theresienstadt, donde sabemos que se representó, al
menos, 55 veces. Poco después de la visita de los representantes de la Cruz Roja, el 16 de
octubre de 1944, fue deportado a Auschwitz, donde fue agrupado con los que eran
demasiado mayores para el trabajo activo y ejecutado con ellos en las cámaras
de gas. Tenía 45 años.
[2] Hoy sabemos que Kurt Gerron
fue obligado por la jefatura del campo a comenzar el rodaje de la película 26
de febrero de 1944, con el objetivo de contrarrestar el efecto demoledor que
estaba teniendo sobre el prestigio del Reich las informaciones que comenzaban a
llegar a las cancillerías de los países aliados sobre el exterminio masivo de
la población judía que se estaba perpetrando en la Europa ocupada por los alemanes. El film –que se iba a titular Theresienstadt – Ein
Dokumentarfilm aus dem jüdischen Siedlungsgebiet– no llegó jamás a
concluirse, debido a que tanto él como su familia y los actores supervivientes
de la película fueron enviados al campo de concentración de Auschwitz, en cuyas
cámaras de gas fueron ejecutados el 15 de noviembre de 1944. Bárbara Felsmann; Karl Prümm: Kurt Gerron (1897-1944)
Gefeiert und gejagt. Das Schicksal eines deutschen Unterhaltungskünstlers,
Berlin 1992; Katja B. Zaich, Ein Emigrant erschiene uns sehr unerwünscht. K.
G. als Filmregisseur, Schauspieler und Cabaretier in den Niederlanden München. 2003;
Roy Kift, Camp
Comedy: The
Theatre of the Holocaust, Vol 2. University of Wisconsin Press, Weinheim und Berlin, 1992.
[3] Jacobo Kaufmann, “La
mayor farsa de Terezin”, en la web Por Israel. El artículo, que
resume bien el contenido de las investigaciones y conferencias del profesor,
escritor y director de escena argentino-israelí Jacobo Kaufmann, nos ofrece una
interesantísima descripción de las realizaciones culturales desarrolladas por
la población en este campo de concentración, cuya existencia define como “una
diabólica farsa, ideada y montada por los más altos jerarcas nazis” para servir
de contra-propaganda.
[4] Este y los demás poemas aquí citados, están
recogidos en versión de Carlos Morales, en el blog HOLOCAUSTO y bajo la etiqueta
dedicada a «Ilse Weber». Los mismos forman
parte de una amplia selección de poemas dedicados a la Shoa que han sido
editados en el mismo blog con la etiqueta Negra leche del
alba: antología de la poesía del Holocausto. Aparecen publicados así mismo bajo el epígrafe Ilse Weber en el blog de la editorial El
Toro de Barro.
[5] La música compuesta de Theresienstadt
ha merecido algunos estudios, como el de Bruno
Giner,
Survivre
et mourir en musique dans les camps nazis, Berg International, París
2011. Contamos, así mismo, con una espléndida muestra discográfica, entre las
que destacan los trabajos de Ana
Häsler y Enrique Bernaldo de Quirós en The
little horses y otras canciones de cuna (Fundación Música Abierta, 2010) y los por la mezzosoprano Anne Sofie von Otter y sus colegas Christian Gerhaher, Bengt Forsberg, y
Daniel Hope, que antologaron en Terezin/Theresienstadt
(Deutsche Grammophon Gesellschaft,
2007) composiciones de muchos de los compositores que residieron allí,
como Ilse Weber, Karel Svenik, Adolf Strauss, Martin Roman,, Hans Krása, Carlo Sigmund Taube, y algunas obras mayores
de Pavel Haas (Vier Lieder über chinesische Dichtung), Viktor Ullmann (Sechs
Sonette op. 34) y Erwin Schulhoff (Sonate für Solovioline). Tampoco podemos olvidar «Terezín»,
de Silvio Rodríguez, que puede
encontrarse en el CD Erase que se era,
Vol. I, 2006). En la red, disponemos de artículos como el de Elise Petit, «Musique, religion et
résistance à Theresienstad», en Philippe Manouri, La musique du temps reel Web.
[6] Nos
referimos a la antología editada a comienzos de la década de los noventa con un
título que podríamos traducir al castellano como El dolor habita entre tus muros (Illse Weber: In deinen Mauern
wohnt das Leid. Gedichte aus dem KZ Theresienstadt. Gerlingen,
Bleicher, 1991; Abierta, 2010).
Grandes Obras de
El Toro de Barro
PVP: 10 euros Pedidos a:
edicioneseltorodebarro@yahoo.es
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En un dramático–y real– camino de retorno,
algunos de los 130 niños que sobrevivieron a Auschwitz vijaron de nuevo al escenario de aquel apocalipsis con un grupo
de estudiantes israelíes de secundaria, en el que se encontraban sus hijas. El
encontronazo de dos generaciones distintas con aquella memoria de dolor provocó
una gigantesca catarsis individual y colectiva, cuya historia fue narrada por la psicóloga
infantil Amela Einat en La cicatriz del humo,
Esta novela coral pone de manifiesto las diversas formas de
experimentar la presencia real de aquella tragedia en todas las
generaciones del Israel contemporáneo, de cuyas patologías Amela Einat
es una reputada e innovadora especialista
5 comentarios:
Hola!
Me gustaría saber si hay libros de Ilse Weber publicados en castellano y como tener acceso a ellos.
GRACIAS
Carezco de capacidad para entender el por qué de hacer daño a los demás. Benditas sean todas las personas que ayudan a los demás incluso en ocasiones terribles de imaginar. gracias por recordarnos a eta maravillosa poeta y a tantos otros poetas: gracias.
https://www.facebook.com/natividad.cepedaserrano?fref=ufi
Conmovedor, impresionante. Magnífico trabajo. Gracias. Un cordial saludo.
excelente artículo, no he podido dejar de leerlo hasta terminar...
saludos y gracias
Conmovedor artículo, muchas gracias
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