jueves, 27 de enero de 2011

«Los intelectuales ante el Holocausto», por Rafael Narbona




Los intelectuales ante el Holocausto

    

“Negado, dos veces negado, o en cualquier caso tan risible y tan provocador como una máscara, nuestro rostro había acabado, para nosotros mismos, por ausentarse de nuestra vida”.
Robert Antelme, La especie humana


Se ha dicho que Auschwitz no pertenece a la historia. Su monstruosidad desborda el acontecer humano, transformándose en una anomalía que repudia cualquier intento de explicación racional. Esta es la perspectiva de Alexandre Kojève, que arroja la experiencia del terror nazi a ese fondo oscuro donde se agitan las pulsiones reprimidas por el impulso civilizador. Ese punto de vista exculpa a la cultura europea, reduciendo el fenómeno de los campos de concentración a una desviación del progreso técnico y moral que habría caracterizado a los pueblos occidentales. No es fácil aceptar este planteamiento sin convertir el genocidio de judíos, gitanos y otras minorías en algo accidental y acaso banal, una explosión de irracionalidad sin fuerza para cuestionar nuestra interpretación de la historia. Las palabras de Kojève reflejan el horror moral que nace de una reacción primaria, pero no nos ayudan a comprender un acontecimiento que no afecta tan sólo a las víctimas, sino que introduce un hito traumático en el devenir de nuestra civilización.
Es imposible no citar a Hannah Arendt y su análisis del totalitarismo para explicar la política exterminadora del régimen nacionalsocialista. Arendt atribuye la violencia a “una mala voluntad pervertida”. La matriz de la ideología totalitaria no es el antisemitismo (un sentimiento poco significativo a comienzos del siglo XX), sino la idea de que existen seres humanos superfluos. Esa convicción, que ya se encontraba en las predicciones de Malthus o en la filosofía política de Spencer, se radicalizará con la utopía nazi o bolchevique. El totalitarismo no extrajo su pretendida legitimidad del consenso, sino del cumplimiento incondicional de las leyes de la Naturaleza o la Historia. La idea de progreso sólo ha revelado su potencial destructivo tras la caída del nazismo y el estalinismo. Si la especie humana está sujeta a leyes evolutivas que establecen, de cara a su perfeccionamiento, la supervivencia del más apto, el individuo apenas tiene importancia. La causa del Hombre justifica el sacrificio de los hombres, pues, desde Aristóteles, ya sabemos que el interés de la mayoría, siempre es superior al bienestar individual. La protección de esta ley, que trasciende cualquier determinación moral, justifica el uso de la violencia. Lejos de ser un accidente o un recurso provisional, “el terror –apuntar Arendt- es la esencia de la dominación totalitaria”, pues la fuerza siempre será necesaria para suprimir las formas de vida sin valor.
Imre Kertész coincide con Hannah Arendt al afirmar que el holocausto no puede explicarse como un producto del antisemitismo vulgar, arcaico. Auschwitz no es un problema entre alemanes y judíos, sino el reverso de una civilización basada en el miedo, la culpa y la vergüenza. Las tesis de Goldhagen no son falsas, pero resbalan por la superficie. No es la complicidad de la sociedad alemana la que hizo posible el asesinato de millones de inocentes, sino el carácter represivo de una cultura donde el principio de autoridad se ha objetivado en formas míticas. La imagen de Dios o del Padre representa el poder absoluto, la desproporción entre el individuo y los mitos que justifican su dominación. Kertész percibe una inquietante semejanza entre los campos de exterminio y el internado donde realizó sus estudios. En ambos espacios todo estaba subordinado a un paradigma que integraba y excluía. Obediencia, subordinación, selección. El orden mundial se basa en estos principios, los mismos que regulaban la vida en el Lager. “Auschwitz –afirma Kertész- no es más que una exacerbación de las mismas virtudes para las cuales nos educan desde la infancia”. Esta pedagogía sólo puede ser impugnada mediante el fracaso y la renuncia a la paternidad. Sería obsceno perpetuar ese orden o buscar “la integración total en lo existente”.
Hans Jonas, que perdió a su madre en Auschwitz, no acepta la identificación de Dios con el Poder y menos aún su responsabilidad en unos crímenes que sólo pueden atribuirse a la libertad humana. La existencia del mundo es la mejor prueba de que Dios resolvió abstenerse de su poder en un acto de generosidad del cual surgieron el hombre y el universo. Dios se ocultó para abrir un espacio al cosmos y a la autonomía racional. Dicho de otro modo: abdicó de su soberanía, manifestando su voluntad de no ser para que de esa extinción emergiera “una finitud capaz de autodeterminarse”. La actuación permanente de Dios en la historia habría convertido la acción humana en un automatismo desprovisto de dignidad. Su ausencia no implica indiferencia. Dios se solidariza con el sufrimiento humano. Al contemplar el cuerpo agonizante de un niño ahorcado en Buna, Elie Wiesel escucha a un prisionero preguntarse dónde está Dios. Su respuesta no está exenta de ecos unamunianos: “Dios está colgado ahí, de esa horca...”. Esta imagen corrobora que Dios renunció a la omnipotencia para que el universo fuera. Dios no lo puede todo, porque en ese caso limitaría la libertad del mundo que ha engendrado. Esa impotencia –elegida, necesaria- es la mejor prueba de su bondad y está asociada a la aflicción que experimenta ante la injusticia. Jonas ironiza sobre los que descalifican sus especulaciones teológicas, recordando que la crítica kantiana de la metafísica atribuía la mayor importancia a lo que no se puede conocer teoréticamente. Dios está fuera de la experiencia, pero la razón no conoce urgencia más prioritaria que pensar sobre su existencia.
Jiménez Lozano entiende que el origen de Auschwitz se confunde con el gabinete de Sade. Encerrado en el círculo infernal del goce mecánico, el libertino no oculta su propósito de “aniquilar el mundo para convertirlo en orgasmo”. De ahí que una vez exploradas todas las posibilidades del placer, se impongan la humillación, la tortura y la muerte. La seducción –entendida como dominio- sólo se completa cuando la cosificación del otro desemboca en la muerte de la carne. Por eso, las víctimas carecen de identidad. Sólo los señores tienen un rostro. El otro deviene objeto, mero cuerpo sobre el que experimentar y ejercer los privilegios del poder. Cuando el duque de Banglais y sus acólitos finalizan sus ciento veinte jornadas de semen y sangre no contabilizan víctimas, sino la impersonalidad de unas cifras que apenas distinguen entre inmolados y supervivientes. Para el libertino, no hay nombres. Sólo cuerpos semejantes e intercambiables. La culminación de esta lógica hay que buscarla en las fosas de Auschwitz, con sus montañas de cadáveres anónimos. Los campos de exterminio no son anomalías históricas, sino la expresión más perfecta de una cultura que actúa como “una inmensa maquinaria intestinal de triturar seres humanos”.


Al estudiar el antisemitismo en su Dialéctica de la Ilustración, Adorno y Horkheimer no excluyen los elementos psicopatológicos. El yo proyecta sobre el mundo exterior las pulsiones agresivas del ello, transformándolas en inclinaciones perversas. Por medio de este procedimiento, el nacionalsocialismo atribuye al judío las tendencias que anidan en su interior: ambición de poder, fantasías destructivas, autocomplacencia narcisista. Esas iniquidades, que en realidad resumen los fundamentos del ideario hitleriano, justifican la aniquilación del pueblo judío, cuya existencia amenaza a un yo que se vacía de los sentimientos de culpa mediante la violencia sobre el otro. Estas teorías no son incompatibles con la dialéctica amigo / enemigo esbozada por el jurista Carl Schmitt, según el cual la política se basa en la confrontación entre identidades colectivas opuestas. Esta perspectiva redunda en el ideal comunitario exaltado por Jünger en El trabajador, donde se profetiza una humanidad exenta de individualismo. El hombre nuevo se identifica con la impersonalidad del uniforme y su libertad radica en la obediencia. Frente a él, el judío se obstina en preservar las diferencias que nos singularizan. Su mera existencia es un escándalo, la evidencia de que es posible resistir a la dominación totalitaria. Su aniquilación se impone como algo necesario. 


El furor exterminador no puede prosperar sin negar la humanidad del otro. A un ser humano no se le puede humillar, apalear y asesinar sin que aparezca una inoportuna hebra de conciencia, infundiendo malestar. Esa incomodidad desaparece cuando el otro ya no pertenece a nuestra especie, cuando no es un hombre y no reconocemos en él a un semejante. Giorgio Agamben entiende que ése era el objetivo del Lager: “En Auschwitz no se moría, se producían cadáveres. Cadáveres sin muerte, no-hombres cuyo fallecimiento es envilecido como producción en serie. Es justamente esta degradación de la muerte lo que constituye el ultraje específico de Auschwitz, el nombre propio de su horror”. Frente a la “muerte propia” de la que habla Rilke, “la muerte que cada uno lleva dentro de sí como el fruto su semilla”, esa muerte que confiere a “cada uno una dignidad singular, un silencioso orgullo”, la muerte industrial, anónima, entre desconocidos despojados de su condición de individuos por un deterioro físico que les ha igualado, hasta borrar sus peculiaridades. Primo Levi recuerda que las mujeres de Auschwitz no se distinguían de los hombres. El sueño totalitario de un mundo uniforme se cumplió entre las alambradas del Lager, perfecta contrautopía donde el individuo había sido sustituido por el tipo, pero en este caso no se trataba del trabajador profetizado por Jünger, sino del “musulmán”, el que ha perdido toda esperanza de sobrevivir, el “hundido”, hombres demacrados y sin rostro, “en cuyos ojos –escribe Levi- no se puede leer ni rastro de pensamiento”. Todo el mal de nuestro tiempo se condensa en esa imagen. Los musulmanes son como niños autistas que viven en un mundo fantasmático. Es –según Sofsky- “una figura sin nombre que encarna el significado antropológico del poder absoluto de manera radical.” El musulmán es un hombre abolido, alguien que testimonia en su carne la fuerza del poder como dispensador de humanidad o como principio agente de cosificación.
La perspectiva de Agamben, que ha elaborado una ambiciosa Ethica more Auschwitz demonstrata, coincide con la de los supervivientes. Paul Steinberg recuerda que el Lager no tardaba en despojar de su humanidad a los deportados. La muerte de los otros perdía importancia y no se percibía otro objetivo que sobrevivir un día más. “Habíamos superado la etapa de los sentimientos, de las relaciones de amistad. Cada cual, replegado en sí mismo, luchaba por sobrevivir. La máquina de deshumanizar había funcionado de maravilla. Ya sólo existíamos en la indignidad”. Aunque el holocausto parece irrepetible, Steinberg apunta que las matanzas no han dejado de sucederse desde entonces, sin ocultar su responsabilidad en la propagación del sufrimiento. “En este concierto –admite Steinberg, que llegó a ejercer de capo de un barracón-, yo he interpretado mi partitura”. Jean Améry no se muestra menos pesimista. Al contemplar los horrores de Camboya o Chile, experimenta la sensación de que Hitler ha obtenido “un triunfo póstumo”. Améry, que se suicidó en 1978, no acepta las tesis de Arendt sobre la banalidad del mal. Auschwitz representa el mal radical. Su perversidad corre paralela a su poder esclarecedor. Ante la proximidad de la muerte, cada uno ocupa su lugar. La jerga de Heidegger revela su miseria y la teoría del amor fati de Nietzsche se convierte en algo grotesco. Nadie puede amar la necesidad y desear que se repita el pasado, cuando éste incluye la tortura y la humillación prolongada. El neopostivismo lógico no sale mejor parado, pues en el Lager la técnica no es el crisol de la verdad, sino la herramienta del exterminio masivo. Sólo queda absuelta la Ilustración, una corriente de pensamiento que opone la dignidad individual a cualquier mitología colectiva. Améry, al que le dislocaron los huesos de los hombros en la fortaleza de Breendonk, entiende que “la tortura no fue un elemento accidental, sino la esencia del Tercer Reich”. No es posible asimilar el nazismo al bolchevismo. El comunismo contemplaba una utopía; el ideario de Hitler sólo era maldad. No inventó la tortura, pero constituye su apoteosis. No hay perversión mayor. La tortura es la “negación radical del otro”. Quien la ha sufrido, “ya no puede sentir el mundo como su hogar” ni esperar un porvenir donde reine el principio de esperanza. 

Günther Anders, que no conoció la experiencia de la deportación, pero sí la del exilio, comparte el desaliento de Améry. El número de víctimas no es una cifra cerrada. Klaus Eichmann, hijo del famoso criminal nazi, es “el número seis millones uno”. Tampoco él cierra la cuenta. El proceso no ha terminado. La máquina de destruir seres humanos continúa funcionando. Nadie se ocupó de pararla. Está ahí, engullendo a una humanidad que se ha convertido en su alimento. El “totalitarismo técnico” implica una idea de humanidad, donde cada hombre sólo es una “pieza mecánica” de una gigantesca maquinaria. El Tercer Reich apenas fue un “experimento provinciano”, un “ensayo general” que fracasó en su intento de institucionalizar el imperio de las máquinas. Todos somos víctimas de este fenómeno, pero a todos nos corresponde actuar como resistentes, esforzándonos en “rehumanizar” el mundo. Anders invita a Klaus Eichmann a participar en esta tarea. Nadie cuestiona su ausencia de culpa. No puede ser acusado de los crímenes de su padre, pero su inocencia exige que repudie a su progenitor. La deslealtad es virtud cuando las obligaciones filiales están referidas a un criminal. Ese acto es necesario para atenuar el horror de una matanza inconcebible. El holocausto no es insoportable tan sólo porque haya sucedido, sino porque “el hecho de que una vez haya sido posible algo así es ya imborrable y se perpetúa como una posibilidad irrevocable”. El gesto de rechazar a un padre genocida tiene un enorme valor. Un paso de esta naturaleza mejoraría las expectativas de futuro, abriendo un horizonte más esperanzador. Al romper con su origen, Klaus recuperaría su dignidad y se ganaría el respeto de todos. “El día que supiéramos que hay un Eichmann menos, ese día no sería para nosotros un día cualquiera. Pues ‘un Eichmann menos’ no significaría para nosotros un hombre menos, sino un ser humano más”. 
 

Viktor Frankl, padre de la logoterapia y superviviente de Auschwitz y Dachau, no oculta que los mejores no regresaron. Los que se esforzaron en preservar su dignidad, fueron los primeros en sucumbir. La lógica del Lager inducía la muerte emocional y la insensibilidad ante el sufrimiento ajeno. La pérdida de principios e inquietudes, la ausencia de curiosidad intelectual y de apetito sexual, situaban la vida humana al nivel de la vida animal. No había espacio para la intimidad y la soledad. Sin embargo, Frankl cree que los deportados conservaban un reducto de libertad: la posibilidad de elegir una actitud ante las circunstancias. Nada puede aniquilar esa opción. Cada hombre puede escoger una determinada disposición espiritual, incluso en las condiciones más adversas. La expectativa de una obra inconclusa o de un ser querido que nos aguarda, nos ayudan a preservar esa precaria independencia interior. Es la responsabilidad de saber que cada existencia, incluida la propia, es irremplazable. Frankl rehuye el pesimismo antropológico. El hombre –escribe- es “el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración. El hombre es el ser que decide lo que es”. 
 

Primo Levi se muestra más alejado del ensueño humanista. En Auschwitz, la miseria moral “afectaba tanto a los prisioneros como a los guardianes. Ningún grupo era más humano que otro. Aparte de pequeñas, preciosas excepciones, la inhumanidad del sistema nazi contagiaba también a los prisioneros”. Al final de Si esto es un hombre, Levi evoca los últimos días en el Lager, cuando fabricó con un deportado francés un hornillo que les permitió cocinar para sus compañeros. Ayudar a los demás le permitió recuperar su dignidad. Esa reacción recuerda la hermosa historia de amistad entre Milena Jesenska y Margarete Buber-Neumann. Milena, que se hizo famosa por su correspondencia amorosa con Kafka, no sobrevivió al internamiento en Ravensbrück, pero Buber-Neumann logró preservar su memoria, convirtiéndola en el personaje central de un libro que evocaba la experiencia de ambas en el Lager. Buber-Neumann, que fue transferida del Gulag estalinista a los campos alemanes, consiguió sobrevivir a siete años de cautiverio, conservado el espíritu solidario que la vinculaba a sus semejantes. “La conciencia de ser necesario a otro ser humano es lo que, en el campo, te procuraba la mayor fuerza”. Aunque Kertész considera que en los campos la solidaridad era un comportamiento insólito, Konrad Lorenz opina que “el hombre es por naturaleza un omnívoro relativamente inofensivo”. Lonrez repudia el instinto de muerte. Considera que ningún etólogo o biólogo pueden aceptar la hipótesis freudiana, desmentida por cada hecho del mundo natural, donde prevalece la conservación de la especie por encima de cualquier otra tendencia. En el hombre, los comportamientos violentos no son más que “perversiones de un instinto normalmente conservador de vida”. Es inevitable preguntarse entonces sobre las fuentes de la política de exterminio, una prioridad nacional que Hitler situó por encima de las necesidades de guerra. 


Primo Levi sostiene que la educación alemana, orientada a inculcar una obediencia ciega a la autoridad, contribuyó poderosamente al genocidio. Privados de capacidad crítica, la mayoría de los alemanes aceptaron el exterminio de judíos, gitanos y eslavos, pero eso no implica que en el Lager no existiera “una amplia zona gris”, donde la ferocidad convivía con la generosidad y la disposición al sacrificio. Levi no acepta la equivalencia entre nazismo y comunismo. En el Gulag, “la muerte era un subproducto, no una finalidad”. En un apéndice de 1976 añadido a Si esto es un hombre, reitera esta diferencia, apuntando que es fácil imaginar un socialismo sin Gulag, pero en cambio es inimaginable un nazismo sin Lager. Las cifras también establecen distinciones. En Auschwitz en un solo día de agosto de 1944, murieron asesinadas 24.000 personas. El índice de mortandad superaba el 90 por ciento, mientras que en los campos de internamiento soviéticos, apenas llegaba al 30 por ciento. En ambos casos, nos encontramos ante un deplorable ejemplo de crueldad, pero conviene mencionar los contrastes que separaban un modelo de otro. A diferencia de los bolcheviques, la idea de reeducación nunca anidó en la mente de los nazis. No había esperanza para los deportados. Del campo sólo se salía por la chimenea, convertido en humo.
Levi explica el antisemitismo como aversión a la diferencia, pero no exime al cristianismo de su responsabilidad al haber convertido a los judíos en el “pueblo deicida”. El odio hacia los hijos de Israel es un viejo prejuicio cristiano, que utilizaron los alemanes para poner en marcha su cruzada contra los elementos extraños a su concepción del Estado como una comunidad homogénea, sin fracturas ni divisiones. Judío se convirtió en sinónimo de bolchevique, artista degenerado o invertido. Es decir, de todo lo que se desviaba de la norma. El testimonio de los supervivientes sólo ofrece una visión fragmentaria del universo concentracionario. En Los hundidos y los salvados, Levi reconoce que “la historia de los Lager ha sido escrita casi exclusivamente por quienes, como yo, no han llegado hasta el fondo”. Falta la perspectiva del “musulmán”, único “testigo integral”. A pesar de su silencio, Agamben entiende que al evocar su figura descubrimos que “no es posible destruir íntegramente lo humano, siempre resta algo”. Y en ese resto es donde está lo genuinamente humano.
 

¿Es Auschwitz algo irrepetible? En un reciente ensayo, Carl Améry define a Hitler como un precursor del siglo XXI. Su intención de interpretar la historia humana en términos de historia natural, no es un anacronismo definitivamente superado. Los conflictos entre un Norte próspero y un Sur depauperado insinúan que hay un excedente de seres humanos. No es improbable que un sector de la sociedad contemplara sin disgusto la desaparición de esas masas paupérrimas cuya existencia amenaza su bienestar. La escasez de recursos y el crecimiento imparable de la población (“vivimos el sistema más efímero, pero más destructivo, de convivencia humana con la biosfera que jamás se diseñara”) nos sitúan en unas condiciones idóneas para aceptar el programa hitleriano, según el cual los pueblos compiten entre sí para preservar su vida, eliminado al rival más débil. Hannah Arendt ya señaló que las fábricas de exterminio actúan como una advertencia, pero también como un modelo para los que buscan una solución rápida y definitiva al problema de “las masas humanas económicamente superfluas y socialmente desarraigadas. Las soluciones totalitarias pueden muy bien sobrevivir a la caída de los regímenes totalitarios bajo la forma de fuertes tentaciones, que surgirán allí donde parezca imposible aliviar la miseria política, social o económica en una forma valiosa para el hombre”. Tal vez no exista la posibilidad del perdón para unos crímenes inconmensurables, pero Auschwitz nos ha legado un nuevo imperativo moral: el otro no es nuestro antagonista, sino un semejante que invoca nuestro cuidado y responsabilidad. 
 



Artículo publicado en



Grandes Obras de
El Toro de Barro
PVP: 10 euros Pedidos a:
edicioneseltorodebarro@yahoo.es

  En un dramático–y real– camino de retorno, algunos de los 130 niños que sobrevivieron a Auschwitz vijaron de nuevo al escenario de aquel apocalipsis con un grupo de estudiantes israelíes de secundaria, en el que se encontraban sus hijas. El encontronazo de dos generaciones distintas con aquella memoria de dolor provocó una gigantesca catarsis individual y colectiva, cuya historia fue narrada por la psicóloga infantil Amela Einat en La cicatriz del humo, Esta novela coral pone de manifiesto las diversas formas de experimentar la presencia real de aquella tragedia en todas las generaciones del Israel contemporáneo, de cuyas patologías Amela Einat es una reputada e innovadora especialista


Amela Einat.



"El Profeta", de Carlos Morales. De su Libro "S". Ilustración Leonardo da Vinci













jueves, 13 de enero de 2011

«Auschwitz: ¿qué harías por sobrevivir?», por Rafael Narbona



Rafael Narbona


Auschwitz:

¿qué harías para sobrevivir?



Reseña de
Steinberg, Paul, Crónicas del mundo oscuro.
Edic. Montesinos, 2010.


Reseña aparecida en

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Primo Levi aseguraba que sobrevivieron los peores. Todos los que no se adaptaron al Lager y  lucharon por conservar su dignidad, cayeron los primeros. A fin de cuentas, el sistema concentracionario estaba concebido para ellos.



Auschwitz era algo más que una máquina de exterminio. El sentido de los campos de concentración iba más allá de la aniquilación física. Su propósito último era la destrucción de cualquier vestigio de humanidad. En el caso del joven Henri, se realizó este objetivo. Deportado con diecisiete años, aprendió con facilidad las reglas de Auschwitz. Su rápida adaptación, le convirtió en “un combatiente solitario, frío, calculador”, capaz de apalear a un anciano porque no se levanta de su litera y con ingenio suficiente para hacerse pasar por experto en química analítica, cuando en realidad sus conocimientos se reducían a lo aprendido en el liceo como estudiante de bachillerato. Incorporado al  comando ocupado en la fabricación de caucho sintético, donde coincidirá con Primo Levi, Henri se convertirá en un maestro de la supervivencia. Su oportunismo y su falta de reparos morales impresionarán al químico italiano, que lo retrata en Si esto es un hombre, atribuyéndole una edad y unos conocimientos muy superiores a los reales. Afirmar que el joven impostor había desarrollado toda una teoría “material y orgánica” sobre las diferentes formas de sobrevivir en Auschwitz, constituye tal vez un exceso. No debemos olvidar su condición de víctima, una víctima que, a semejanza de los pícaros del Barroco, aprendió a trampear y fingir para no engrosar la lista de los hundidos.


Lo cierto es que el joven de veintidós años, al que Levi describe con “el cuerpo y la cara delicados y sutilmente perversos del San Sebastián de Sodoma”, no se llama Henri, sino Paul Steinberg y no ha cumplido los dieciocho. Muchos años después, enfermo de cáncer y con la muerte cada vez más próxima, decide contar su experiencia en apenas doscientas páginas. Acostumbrado a no respetar la orden de llevar la estrella amarilla, Paul hace novillos para acudir al hipódromo con el dinero sustraído de los bolsillos de su padre. Experto en dar sablazos, sabe que a su progenitor no le importa demasiado su suerte; de hecho, no será éste, sino una amiga de la familia la que logrará enviarlo a una granja para ocultarse de las denuncias de los colaboracionistas, especializados en reventar los escondites de los judíos. “Demasiado francesa para ser real”, apenas pasará tres días con la familia que le acoge. Una denuncia anónima provocará su detención. Antes de ser deportado, los esbirros que le escoltan le permiten gastar sus últimos francos en un manual de química analítica, gracias al cual salvará la vida durante su estancia en Auschwitz. Surgen varias oportunidades de huir, pero son desaprovechadas. “No lo hice –se explica Steinberg-. Probablemente fue el miedo o, a lo mejor, la voluntad o el oscuro e instintivo deseo de apurar mi destino hasta el final, de pasar por esa experiencia insoportable que no podía ni siquiera vislumbrar”.


 Cuando un mes después toma la primera ducha colectiva en Auschwitz III-Monowitz, los otros deportados se burlan de él por no haber explotado el hecho de no estar circuncidado. Sin embargo, Paul aprende rápido y asimila en seguida las normas del Lager. Durante su estancia en Drancy, contemplará una escena irreal. Los SS organizan un combate de boxeo para enfrentar al peso mosca Young Pérez con un soldado alemán mucho más robusto. Sobre el cuadrilátero, iluminados por los focos de la defensa antiaérea, los púgiles protagonizan una farsa, que finaliza con combate nulo. La lógica inhumana del Lager no tarda en actuar sobre los deportados. La muerte de otros pierde su dramatismo y sólo se impone la supervivencia. “Habíamos superado la etapa de los sentimientos, de las relaciones de amistad. Cada cual, replegado en sí mismo, luchaba por sobrevivir. La máquina de deshumanizar había funcionado de maravilla. Ya sólo existíamos en la indignidad”.


 La infancia itinerante de Steinberg, que le permitirá aprender cuatro idiomas, se revelará como una excelente preparación para soportar la dureza de Auschwitz. Los traslados continuos, la necesidad de adaptarse una y otra vez a medios diferentes y casi siempre hostiles, la frialdad del padre, los sentimientos de culpa por la muerte prematura de la madre, la carencia de amistades y vínculos. Todas esas experiencias ayudarán a Paul en un lugar donde no hay mayor desventaja que una infancia feliz. Mucho mejor preparado que otros para aceptar la desgracia, superará la primera selección gracias a su excelente alemán. El propio doctor Mengele lo enviará a la fila de los que aún podían ser útiles, asombrado por la perfección de su acento. Esa cualidad también le granjeará la simpatía del temido jefe del campo, un delincuente común que vivía en una casita con flores y cortinas, situada en medio del Lager. Tampoco tardará en atraerse la confianza del mismo jefe de bloque que estuvo a punto de estrangular a Primo Levi. Al cabo de un año, apenas había sobrevivido el quince por ciento de los que llegaron con él. ¿Cuál fue el secreto que le permitió formar parte de esta minoría afortunada? “Creo –reflexiona Steinberg- que tuve, intuitivamente, una aguda percepción de aquel universo paralelo al que habíamos ido a parar. Adiviné sus leyes y su sinrazón”.


¿Cuáles eran las víctimas inmediatas del Lager? Los que conservaban el sentido de la dignidad, los que tenían la personalidad mejor estructurada, los que no dejaban de pensar en la suerte de sus familiares, los que rondaban los cuarenta años. En cambio, los más jóvenes, los que tenían “un gusto desmesurado por la vida y una flexibilidad de contorsionista”, los que no presumían de llevar la cabeza bien alta, los que eran capaces de soportar y olvidar las humillaciones, sobrevivirían para contarlo (o silenciarlo, de acuerdo con la experiencia de cada uno). Lo cierto es que en Auschwitz no había espacio para el heroísmo y cuando Steinberg es abofeteado por robar una barra de pan, sólo es capaz de contestar: “Lo he merecido”.  La muerte de Philippe, su único amigo en el Lager y al que, por su estrecha relación, muchos confundían con su hermano, extinguirá los últimos sentimientos que sobrevivían en él. Después vendrá la muerte del pensamiento y, por fin, la muerte del hombre. En los campos de exterminio, se consumó anticipadamente el supuesto teórico del estructuralismo: el hombre dejó de ser, se convirtió en un vacío, pero en el caso de Steinberg ese vacío sobrevivió a la hepatitis, la sarna, la disentería, la erisipela, el hambre. Sólo era una forma hueca, con una superficie colonizada por pulgas, piojos y chinches. Desprovisto de su identidad, no era más que una pieza perfectamente intercambiable. Esa disolución en lo colectivo tal vez sea lo más cercano a la utopía que soñó Jünger: una humanidad sin identidades individuales, una masa compacta y amorfa, donde nada es insustituible. A partir de la muerte de Philippe, Steinberg descubre que “es un derroche dar afecto a unas sombras que penden de un hilo. ¿Por qué reservarse para un mañana lleno de lágrimas?”. Si logra conservar la vida, ya llegará el día en que pueda volver a amar.

Al igual que otros supervivientes, Steinberg experimenta sentimientos de culpabilidad. ¿Por qué él y no otros? A través de un empresario y un profesor de filosofía, descubrirá la Sinfonía en re menor de Cesar Frank y la filosofía trascendental de Kant. Esos hallazgos no le devolverán el amor propio. Éste sólo reaparecerá con la comida, el calor y la libertad. El regreso a la normalidad no borrará la sensación de no pertenecer a la comunidad de los vivos. Familiarizado con la muerte, no puede lamentar la pérdida de un semejante y no siente “angustia metafísica” ante la perspectiva de su desaparición. Convertido en un manipulador, capaz de adular a los capos más brutales hasta ganarse su confianza, el joven Paul se mueve por el Lager con una habilidad asombrosa. Su corazón está lleno de desprecio y frialdad. Se ha transformado en lo que han hecho de él y cuando ejerciendo como capo, levanta la mano sobre un anciano enfermo, advierte que está contaminado hasta la raíz. Aunque el holocausto parece irrepetible, las matanzas no han dejado de sucederse desde entonces y todos los que han utilizado la violencia contra sus semejantes, han desempeñado un papel en la propagación del sufrimiento. “En este concierto –admite Steinberg-, yo he interpretado mi partitura”.


La experiencia del Lager ha generado una vasta literatura: Levi, Frankl, Bettelheim, Klüger, Améry, Kertész. ¿Qué aporta el testimonio de Steinberg? Tal vez una introspección desapasionada, que analiza el proceso mediante el cual un alma joven y cálida se transforma en un páramo helado. Frente a la poderosa reflexión moral de Levi, el estudio psicológico de Frankl o la fuerza teórica de Kertész, Steinberg escribe la crónica de una subjetividad que va desprendiéndose de emociones, hasta convertirse en una máquina regulada por un irracional deseo de vida. La producción incansable de estrategias orientadas hacia este fin, imposibilita cualquier forma de empatía, pues el otro ya no es un valor, sino una variable en un escenario de degradación y muerte. Se cumple de este modo la lógica infernal del Lager: la destrucción de lo humano, la subversión de esa tradición de libertad y autonomía que identificamos con la cultura europea. Pero este horror no viene de fuera, sino del corazón de Europa. Sería muy fácil explicar Auschwitz como una explosión de irracionalidad, pero en realidad la biopolítica nazi sólo actualiza las exhibiciones de fuerza que caracterizaron al poder absoluto. El régimen de Hitler intentó recuperar ese concepto de lo político, donde la carne tumefacta  testimonia la omnipotencia del Estado. 


Ignoro si Steinberg, al igual que Levi o Kertész, rechaza la expresión holocausto, pero no me parece descabellado hablar de sacrifico o inmolación. Hannah Arendt ya nos enseñó que es un error buscar las causas  de la Shoah en el antisemitismo. Detrás de aquellos crímenes, hay una teoría de la acción política. La matanza industrializada de varios millones de seres humanos es la evidencia brutal de que la vida puede quedar reducida a una expresión del poder. Esto sucede cuando las fuerzas políticas actúan movidas únicamente por el propósito de adquirir y conservar el control del Estado. Dentro de este esquema, el hombre sólo tiene valor como víctima potencial. Ningún sufrimiento es irrelevante. El dolor de la carne martirizada nos muestra una y otra vez la impotencia del individuo frente al poder estatal. Atrapado por esta red, el hombre es despojado de su identidad, de su nombre y, en general, de todo lo que lo singulariza. Ni siquiera su muerte le pertenece, ya que el poder la utilizará para mostrar la banalidad de su existencia. Si éste es el rumbo de la historia, ¿quedará algún refugio donde guarecerse? Poco antes de morir, Steinberg se cobijó en la escritura. ¿Significa esto que la palabra es nuestra morada? No sabría responder, pero sí sé que allí donde está ausente, reina la barbarie.

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  En un dramático–y real– camino de retorno, algunos de los 130 niños que sobrevivieron a Auschwitz vijaron de nuevo al escenario de aquel apocalipsis con un grupo de estudiantes israelíes de secundaria, en el que se encontraban sus hijas. El encontronazo de dos generaciones distintas con aquella memoria de dolor provocó una gigantesca catarsis individual y colectiva, cuya historia fue narrada por la psicóloga infantil Amela Einat en La cicatriz del humo, Esta novela coral pone de manifiesto las diversas formas de experimentar la presencia real de aquella tragedia en todas las generaciones del Israel contemporáneo, de cuyas patologías Amela Einat es una reputada e innovadora especialista


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"El Profeta", de Carlos Morales. De su Libro "S". Ilustración Leonardo da Vinci