Los
intelectuales ante el Holocausto
“Negado, dos veces negado, o en
cualquier caso tan risible y tan provocador como una máscara, nuestro rostro
había acabado, para nosotros mismos, por ausentarse de nuestra vida”.
Robert Antelme, La especie humana
Se ha dicho que Auschwitz no pertenece a la historia. Su
monstruosidad desborda el acontecer humano, transformándose en una anomalía que
repudia cualquier intento de explicación racional. Esta
es la perspectiva de Alexandre Kojève, que arroja la experiencia del terror
nazi a ese fondo oscuro donde se agitan las pulsiones reprimidas por el impulso
civilizador. Ese punto de vista exculpa a la cultura europea, reduciendo el
fenómeno de los campos de concentración a una desviación del progreso técnico y
moral que habría caracterizado a los pueblos occidentales. No es fácil aceptar
este planteamiento sin convertir el genocidio de judíos, gitanos y otras
minorías en algo accidental y acaso banal, una explosión de irracionalidad sin
fuerza para cuestionar nuestra interpretación de la historia. Las palabras de
Kojève reflejan el horror moral que nace de una reacción primaria, pero no nos
ayudan a comprender un acontecimiento que no afecta tan sólo a las víctimas,
sino que introduce un hito traumático en el devenir de nuestra
civilización.
Es imposible no citar a Hannah
Arendt y su análisis del totalitarismo para explicar la política exterminadora del
régimen nacionalsocialista. Arendt atribuye la violencia a “una mala voluntad
pervertida”. La matriz de la ideología totalitaria no es el antisemitismo (un
sentimiento poco significativo a comienzos del siglo XX), sino la idea de que
existen seres humanos superfluos. Esa convicción, que ya se encontraba en las
predicciones de Malthus o en la filosofía política de Spencer, se radicalizará
con la utopía nazi o bolchevique. El totalitarismo no extrajo su pretendida
legitimidad del consenso, sino del cumplimiento incondicional de las leyes de
la Naturaleza o la Historia. La idea de progreso sólo ha revelado su potencial
destructivo tras la caída del nazismo y el estalinismo. Si la especie humana
está sujeta a leyes evolutivas que establecen, de cara a su perfeccionamiento,
la supervivencia del más apto, el individuo apenas tiene importancia. La causa
del Hombre justifica el sacrificio de los hombres, pues, desde Aristóteles, ya
sabemos que el interés de la mayoría, siempre es superior al bienestar individual.
La protección de esta ley, que trasciende cualquier determinación moral,
justifica el uso de la violencia. Lejos de ser un accidente o un recurso
provisional, “el terror –apuntar Arendt- es la esencia de la dominación
totalitaria”, pues la fuerza siempre será necesaria para suprimir las formas de
vida sin valor.
Imre Kertész coincide con
Hannah Arendt al afirmar que el holocausto no puede explicarse como un producto
del antisemitismo vulgar, arcaico. Auschwitz no es un problema entre alemanes y
judíos, sino el reverso de una civilización basada en el miedo, la culpa y la
vergüenza. Las tesis de Goldhagen no son falsas, pero resbalan por la
superficie. No es la complicidad de la sociedad alemana la que hizo posible el
asesinato de millones de inocentes, sino el carácter represivo de una cultura
donde el principio de autoridad se ha objetivado en formas míticas. La imagen
de Dios o del Padre representa el poder absoluto, la desproporción entre el
individuo y los mitos que justifican su dominación. Kertész percibe una
inquietante semejanza entre los campos de exterminio y el internado donde
realizó sus estudios. En ambos espacios todo estaba subordinado a un paradigma
que integraba y excluía. Obediencia, subordinación, selección. El orden mundial
se basa en estos principios, los mismos que regulaban la vida en el Lager. “Auschwitz
–afirma Kertész- no es más que una exacerbación de las mismas virtudes para las
cuales nos educan desde la infancia”. Esta pedagogía sólo puede ser impugnada
mediante el fracaso y la renuncia a la paternidad. Sería obsceno perpetuar ese
orden o buscar “la integración total en lo existente”.
Hans Jonas, que perdió a su
madre en Auschwitz, no acepta la identificación de Dios con el Poder y menos
aún su responsabilidad en unos crímenes que sólo pueden atribuirse a la
libertad humana. La existencia del mundo es la mejor prueba de que Dios
resolvió abstenerse de su poder en un acto de generosidad del cual surgieron el
hombre y el universo. Dios se ocultó para abrir un espacio al cosmos y a la
autonomía racional. Dicho de otro modo: abdicó de su soberanía, manifestando su
voluntad de no ser para que de esa extinción emergiera “una finitud capaz de
autodeterminarse”. La actuación permanente de Dios en la historia habría
convertido la acción humana en un automatismo desprovisto de dignidad. Su
ausencia no implica indiferencia. Dios se solidariza con el sufrimiento humano.
Al contemplar el cuerpo agonizante de un niño ahorcado en Buna, Elie Wiesel
escucha a un prisionero preguntarse dónde está Dios. Su respuesta no está
exenta de ecos unamunianos: “Dios está colgado ahí, de esa horca...”. Esta
imagen corrobora que Dios renunció a la omnipotencia para que el universo fuera.
Dios no lo puede todo, porque en ese caso limitaría la libertad del mundo que
ha engendrado. Esa impotencia –elegida, necesaria- es la mejor prueba de su
bondad y está asociada a la aflicción que experimenta ante la injusticia. Jonas
ironiza sobre los que descalifican sus especulaciones teológicas, recordando
que la crítica kantiana de la metafísica atribuía la mayor importancia a lo que
no se puede conocer teoréticamente. Dios está fuera de la experiencia, pero la
razón no conoce urgencia más prioritaria que pensar sobre su existencia.
Jiménez Lozano entiende que
el origen de Auschwitz se confunde con el gabinete de Sade. Encerrado en el
círculo infernal del goce mecánico, el libertino no oculta su propósito de
“aniquilar el mundo para convertirlo en orgasmo”. De ahí que una vez exploradas
todas las posibilidades del placer, se impongan la humillación, la tortura y la
muerte. La seducción –entendida como dominio- sólo se completa cuando la
cosificación del otro desemboca en la muerte de la carne. Por eso, las víctimas
carecen de identidad. Sólo los señores tienen un rostro. El otro deviene
objeto, mero cuerpo sobre el que experimentar y ejercer los privilegios del
poder. Cuando el duque de Banglais y sus acólitos finalizan sus ciento veinte
jornadas de semen y sangre no contabilizan víctimas, sino la impersonalidad de
unas cifras que apenas distinguen entre inmolados y supervivientes. Para el
libertino, no hay nombres. Sólo cuerpos semejantes e intercambiables. La
culminación de esta lógica hay que buscarla en las fosas de Auschwitz, con sus
montañas de cadáveres anónimos. Los campos de exterminio no son anomalías
históricas, sino la expresión más perfecta de una cultura que actúa como “una
inmensa maquinaria intestinal de triturar seres humanos”.
Al estudiar el
antisemitismo en su Dialéctica de la Ilustración, Adorno y Horkheimer no
excluyen los elementos psicopatológicos. El yo proyecta sobre el mundo exterior
las pulsiones agresivas del ello, transformándolas en inclinaciones perversas.
Por medio de este procedimiento, el nacionalsocialismo atribuye al judío las
tendencias que anidan en su interior: ambición de poder, fantasías
destructivas, autocomplacencia narcisista. Esas iniquidades, que en realidad
resumen los fundamentos del ideario hitleriano, justifican la aniquilación del
pueblo judío, cuya existencia amenaza a un yo que se vacía de los sentimientos
de culpa mediante la violencia sobre el otro. Estas teorías no son
incompatibles con la dialéctica amigo / enemigo esbozada por el jurista Carl
Schmitt, según el cual la política se basa en la confrontación entre
identidades colectivas opuestas. Esta perspectiva redunda en el ideal
comunitario exaltado por Jünger en El trabajador, donde se profetiza
una humanidad exenta de individualismo. El hombre nuevo se identifica con la
impersonalidad del uniforme y su libertad radica en la obediencia. Frente a él,
el judío se obstina en preservar las diferencias que nos singularizan. Su mera
existencia es un escándalo, la evidencia de que es posible resistir a la
dominación totalitaria. Su aniquilación se impone como algo necesario.
El furor exterminador no
puede prosperar sin negar la humanidad del otro. A un ser humano no se le puede
humillar, apalear y asesinar sin que aparezca una inoportuna hebra de
conciencia, infundiendo malestar. Esa incomodidad desaparece cuando el otro ya
no pertenece a nuestra especie, cuando no es un hombre y no reconocemos en él a
un semejante. Giorgio Agamben entiende que ése era el objetivo del Lager: “En Auschwitz no se moría, se producían
cadáveres. Cadáveres sin muerte, no-hombres cuyo fallecimiento es envilecido
como producción en serie. Es justamente esta degradación de la muerte lo que
constituye el ultraje específico de Auschwitz, el nombre propio de su horror”.
Frente a la “muerte propia” de la que habla Rilke, “la muerte que cada uno
lleva dentro de sí como el fruto su semilla”, esa muerte que confiere a “cada
uno una dignidad singular, un silencioso orgullo”, la muerte industrial, anónima,
entre desconocidos despojados de su condición de individuos por un deterioro
físico que les ha igualado, hasta borrar sus peculiaridades. Primo Levi
recuerda que las mujeres de Auschwitz no se distinguían de los hombres. El
sueño totalitario de un mundo uniforme se cumplió entre las alambradas del Lager,
perfecta contrautopía donde el individuo había sido sustituido por el tipo,
pero en este caso no se trataba del trabajador profetizado por Jünger, sino del
“musulmán”, el que ha perdido toda esperanza de sobrevivir, el “hundido”,
hombres demacrados y sin rostro, “en
cuyos ojos –escribe Levi- no se puede
leer ni rastro de pensamiento”. Todo el mal de nuestro tiempo se condensa
en esa imagen. Los musulmanes son como niños autistas que viven en un mundo fantasmático.
Es –según Sofsky- “una figura sin nombre
que encarna el significado antropológico del poder absoluto de manera radical.”
El musulmán es un hombre abolido, alguien que testimonia en su carne la fuerza
del poder como dispensador de humanidad o como principio agente de
cosificación.
La perspectiva de Agamben,
que ha elaborado una ambiciosa Ethica more Auschwitz demonstrata,
coincide con la de los supervivientes. Paul Steinberg recuerda que el Lager no
tardaba en despojar de su humanidad a los deportados. La muerte de los otros
perdía importancia y no se percibía otro objetivo que sobrevivir un día más. “Habíamos superado la etapa de los
sentimientos, de las relaciones de amistad. Cada cual, replegado en sí mismo,
luchaba por sobrevivir. La máquina de deshumanizar había funcionado de
maravilla. Ya sólo existíamos en la indignidad”. Aunque el holocausto
parece irrepetible, Steinberg apunta que las matanzas no han dejado de
sucederse desde entonces, sin ocultar su responsabilidad en la propagación del
sufrimiento. “En este concierto –admite Steinberg, que llegó a ejercer de capo
de un barracón-, yo he interpretado mi partitura”. Jean Améry no se muestra
menos pesimista. Al contemplar los horrores de Camboya o Chile, experimenta la
sensación de que Hitler ha obtenido “un triunfo póstumo”. Améry, que se suicidó
en 1978, no acepta las tesis de Arendt sobre la banalidad del mal. Auschwitz
representa el mal radical. Su perversidad corre paralela a su poder
esclarecedor. Ante la proximidad de la muerte, cada uno ocupa su lugar. La
jerga de Heidegger revela su miseria y la teoría del amor fati de Nietzsche se
convierte en algo grotesco. Nadie puede amar la necesidad y desear que se
repita el pasado, cuando éste incluye la tortura y la humillación prolongada.
El neopostivismo lógico no sale mejor parado, pues en el Lager la técnica no es
el crisol de la verdad, sino la herramienta del exterminio masivo. Sólo queda
absuelta la Ilustración, una corriente de pensamiento que opone la dignidad
individual a cualquier mitología colectiva. Améry, al que le dislocaron los
huesos de los hombros en la fortaleza de Breendonk, entiende que “la tortura no fue un elemento accidental,
sino la esencia del Tercer Reich”. No es posible asimilar el nazismo al
bolchevismo. El comunismo contemplaba una utopía; el ideario de Hitler sólo era
maldad. No inventó la tortura, pero constituye su apoteosis. No hay perversión
mayor. La tortura es la “negación radical del otro”. Quien la ha sufrido, “ya
no puede sentir el mundo como su hogar” ni esperar un porvenir donde reine el
principio de esperanza.
Günther Anders, que no
conoció la experiencia de la deportación, pero sí la del exilio, comparte el
desaliento de Améry. El número de víctimas no es una cifra cerrada. Klaus
Eichmann, hijo del famoso criminal nazi, es “el número seis millones uno”.
Tampoco él cierra la cuenta. El proceso no ha terminado. La máquina de destruir
seres humanos continúa funcionando. Nadie se ocupó de pararla. Está ahí, engullendo
a una humanidad que se ha convertido en su alimento. El “totalitarismo técnico”
implica una idea de humanidad, donde cada hombre sólo es una “pieza mecánica”
de una gigantesca maquinaria. El Tercer Reich apenas fue un “experimento
provinciano”, un “ensayo general” que fracasó en su intento de
institucionalizar el imperio de las máquinas. Todos somos víctimas de este
fenómeno, pero a todos nos corresponde actuar como resistentes, esforzándonos
en “rehumanizar” el mundo. Anders invita a Klaus Eichmann a participar en esta
tarea. Nadie cuestiona su ausencia de culpa. No puede ser acusado de los
crímenes de su padre, pero su inocencia exige que repudie a su progenitor. La
deslealtad es virtud cuando las obligaciones filiales están referidas a un
criminal. Ese acto es necesario para atenuar el horror de una matanza
inconcebible. El holocausto no es insoportable tan sólo porque haya sucedido,
sino porque “el hecho de que una vez haya
sido posible algo así es ya imborrable y se perpetúa como una posibilidad
irrevocable”. El gesto de rechazar a un padre genocida tiene un enorme
valor. Un paso de esta naturaleza mejoraría las expectativas de futuro,
abriendo un horizonte más esperanzador. Al romper con su origen, Klaus
recuperaría su dignidad y se ganaría el respeto de todos. “El día que
supiéramos que hay un Eichmann menos, ese día no sería para nosotros un día
cualquiera. Pues ‘un Eichmann menos’ no significaría para nosotros un hombre
menos, sino un ser humano más”.
Viktor Frankl, padre de la
logoterapia y superviviente de Auschwitz y Dachau, no oculta que los mejores no
regresaron. Los que se esforzaron en preservar su dignidad, fueron los primeros
en sucumbir. La lógica del Lager inducía la muerte emocional y la
insensibilidad ante el sufrimiento ajeno. La pérdida de principios e inquietudes,
la ausencia de curiosidad intelectual y de apetito sexual, situaban la vida
humana al nivel de la vida animal. No había espacio para la intimidad y la
soledad. Sin embargo, Frankl cree que los deportados conservaban un reducto de
libertad: la posibilidad de elegir una actitud ante las circunstancias. Nada
puede aniquilar esa opción. Cada hombre puede escoger una determinada
disposición espiritual, incluso en las condiciones más adversas. La expectativa
de una obra inconclusa o de un ser querido que nos aguarda, nos ayudan a
preservar esa precaria independencia interior. Es la responsabilidad de saber
que cada existencia, incluida la propia, es irremplazable. Frankl rehuye el
pesimismo antropológico. El hombre –escribe- es “el ser que ha inventado las cámaras
de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme
musitando una oración. El hombre es el ser que decide lo que es”.
Primo Levi se muestra más
alejado del ensueño humanista. En Auschwitz, la miseria moral “afectaba tanto a
los prisioneros como a los guardianes. Ningún grupo era más humano que otro.
Aparte de pequeñas, preciosas excepciones, la inhumanidad del sistema nazi
contagiaba también a los prisioneros”. Al final de Si esto es un hombre, Levi
evoca los últimos días en el Lager, cuando fabricó con un deportado francés un
hornillo que les permitió cocinar para sus compañeros. Ayudar a los demás le
permitió recuperar su dignidad. Esa reacción recuerda la hermosa historia de
amistad entre Milena Jesenska y Margarete Buber-Neumann. Milena, que se hizo
famosa por su correspondencia amorosa con Kafka, no sobrevivió al internamiento
en Ravensbrück, pero Buber-Neumann logró preservar su memoria, convirtiéndola
en el personaje central de un libro que evocaba la experiencia de ambas en el Lager.
Buber-Neumann, que fue transferida del Gulag estalinista a los campos alemanes,
consiguió sobrevivir a siete años de cautiverio, conservado el espíritu
solidario que la vinculaba a sus semejantes. “La conciencia de ser necesario a
otro ser humano es lo que, en el campo, te procuraba la mayor fuerza”. Aunque
Kertész considera que en los campos la solidaridad era un comportamiento
insólito, Konrad Lorenz opina que “el hombre es por naturaleza un omnívoro
relativamente inofensivo”. Lonrez repudia el instinto de muerte. Considera que
ningún etólogo o biólogo pueden aceptar la hipótesis freudiana, desmentida por
cada hecho del mundo natural, donde prevalece la conservación de la especie por
encima de cualquier otra tendencia. En el hombre, los comportamientos violentos
no son más que “perversiones de un instinto normalmente conservador de vida”.
Es inevitable preguntarse entonces sobre las fuentes de la política de
exterminio, una prioridad nacional que Hitler situó por encima de las
necesidades de guerra.
Primo Levi sostiene que la
educación alemana, orientada a inculcar una obediencia ciega a la autoridad,
contribuyó poderosamente al genocidio. Privados de capacidad crítica, la
mayoría de los alemanes aceptaron el exterminio de judíos, gitanos y eslavos,
pero eso no implica que en el Lager no existiera “una amplia zona gris”, donde
la ferocidad convivía con la generosidad y la disposición al sacrificio. Levi
no acepta la equivalencia entre nazismo y comunismo. En el Gulag, “la muerte
era un subproducto, no una finalidad”. En un apéndice de 1976 añadido a Si
esto es un hombre, reitera esta diferencia, apuntando que es fácil
imaginar un socialismo sin Gulag, pero en cambio es inimaginable un nazismo sin
Lager. Las cifras también establecen distinciones. En Auschwitz en un solo día
de agosto de 1944, murieron asesinadas 24.000 personas. El índice de mortandad
superaba el 90 por ciento, mientras que en los campos de internamiento
soviéticos, apenas llegaba al 30 por ciento. En ambos casos, nos encontramos
ante un deplorable ejemplo de crueldad, pero conviene mencionar los contrastes
que separaban un modelo de otro. A diferencia de los bolcheviques, la idea de
reeducación nunca anidó en la mente de los nazis. No había esperanza para los
deportados. Del campo sólo se salía por la chimenea, convertido en humo.
Levi explica el antisemitismo
como aversión a la diferencia, pero no exime al cristianismo de su
responsabilidad al haber convertido a los judíos en el “pueblo deicida”. El
odio hacia los hijos de Israel es un viejo prejuicio cristiano, que utilizaron
los alemanes para poner en marcha su cruzada contra los elementos extraños a su
concepción del Estado como una comunidad homogénea, sin fracturas ni
divisiones. Judío se convirtió en sinónimo de bolchevique, artista degenerado o
invertido. Es decir, de todo lo que se desviaba de la norma. El testimonio de
los supervivientes sólo ofrece una visión fragmentaria del universo
concentracionario. En Los hundidos y los salvados, Levi reconoce que “la
historia de los Lager ha sido escrita casi exclusivamente por quienes, como yo,
no han llegado hasta el fondo”. Falta la perspectiva del “musulmán”, único
“testigo integral”. A pesar de su silencio, Agamben entiende que al evocar su
figura descubrimos que “no es posible destruir íntegramente lo humano, siempre
resta algo”. Y en ese resto es donde está lo genuinamente humano.
¿Es Auschwitz algo
irrepetible? En un reciente ensayo, Carl Améry define a Hitler como un
precursor del siglo XXI. Su intención de interpretar la historia humana en
términos de historia natural, no es un anacronismo definitivamente superado.
Los conflictos entre un Norte próspero y un Sur depauperado insinúan que hay un
excedente de seres humanos. No es improbable que un sector de la sociedad
contemplara sin disgusto la desaparición de esas masas paupérrimas cuya
existencia amenaza su bienestar. La escasez de recursos y el crecimiento
imparable de la población (“vivimos el sistema más efímero, pero más
destructivo, de convivencia humana con la biosfera que jamás se diseñara”) nos
sitúan en unas condiciones idóneas para aceptar el programa hitleriano, según
el cual los pueblos compiten entre sí para preservar su vida, eliminado al
rival más débil. Hannah Arendt ya señaló que las fábricas de exterminio actúan
como una advertencia, pero también como un modelo para los que buscan una
solución rápida y definitiva al problema de “las masas humanas económicamente
superfluas y socialmente desarraigadas. Las soluciones totalitarias pueden muy
bien sobrevivir a la caída de los regímenes totalitarios bajo la forma de
fuertes tentaciones, que surgirán allí donde parezca imposible aliviar la
miseria política, social o económica en una forma valiosa para el hombre”. Tal
vez no exista la posibilidad del perdón para unos crímenes inconmensurables,
pero Auschwitz nos ha legado un nuevo imperativo moral: el otro no es nuestro
antagonista, sino un semejante que invoca nuestro cuidado y responsabilidad.
Artículo publicado en
Grandes Obras de
El Toro de Barro
PVP: 10 euros Pedidos a:
edicioneseltorodebarro@yahoo.es
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En un dramático–y real– camino de retorno,
algunos de los 130 niños que sobrevivieron a Auschwitz vijaron de nuevo al escenario de aquel apocalipsis con un grupo
de estudiantes israelíes de secundaria, en el que se encontraban sus hijas. El
encontronazo de dos generaciones distintas con aquella memoria de dolor provocó
una gigantesca catarsis individual y colectiva, cuya historia fue narrada por la psicóloga
infantil Amela Einat en La cicatriz del humo,
Esta novela coral pone de manifiesto las diversas formas de
experimentar la presencia real de aquella tragedia en todas las
generaciones del Israel contemporáneo, de cuyas patologías Amela Einat
es una reputada e innovadora especialista
Amela Einat. |