Hay
utopías luminosas, esperanzadoras, que sueñan con el fin de las desigualdades,
pues entienden que la libertad y la dignidad sólo se convertirán en realidades
efectivas cuando el ser humano conciba al otro como su semejante y no como su
esclavo, enemigo o antagonista. Son las utopías que nos invitan a creer en la
posibilidad de un futuro mejor. Sin embargo, hay utopías que sueñan con un
mundo injusto, desigual y excluyente. El nazismo pretendía igualar al ser
humano, borrando las diferencias y aniquilando a los que se oponían a su
interpretación de la política y la moral. Los judíos y los gitanos, pueblos
nómadas y desarraigados, debían desaparecer para que la comunidad aria pudiera
realizar su destino histórico: inaugurar una nueva era basada en la Sangre y el
Suelo, libre al fin de las fantasías humanitarias opuestas a la dura ley de la
Naturaleza, según la cual sólo debe sobrevivir el más fuerte. Esa infame
ensoñación costó sesenta millones de vidas. Viktor Frankl (Viena, 1905-1977),
psiquiatra de origen judío, sobrevivió a Theresienstadt y a Auschwitz, pero
perdió a su esposa y a sus padres. Su utopía se basaba en que el hombre sólo
puede hallar la felicidad mediante una búsqueda libre y racional del sentido de
la cosas. La voluntad de comprender es el único modo de existir plenamente
humano y el único que nos permite preservar nuestra cordura y dignidad.
En 1959, Viktor Frankl publicó El hombre en busca de
sentido, donde relataba su estancia en los campos de trabajo y exterminio
nazis. Su tesis era sorprendente: “a pesar de todo, sí a la vida”. Nadie
escoge sufrir, pero sí es posible elegir la forma de afrontar el sufrimiento.
Después de Auschwitz, nada es igual, pero la experiencia de la deportación,
lejos de empujar hacia el silencio o el nihilismo, puede servir para crecer
interiormente y renovar el compromiso con la vida. Estas observaciones pueden
resultar chocantes, pero Frankl, que no se atribuye ninguna clase de excelencia
moral (“los mejores no volvieron”), no teoriza gratuitamente. Deportado en el
otoño de 1942, conoció todos los aspectos de la biopolítica nazi. Cuando llega
al Lager y supera la primera selección, descubre que la única forma de salir
del recinto es por la chimenea, transformado en humo. Horrorizado, se aferra a
un manuscrito que ha conseguido esconder y se dirige a un preso veterano,
pidiéndole ayuda para conservarlo. “Es el trabajo de mi vida”, confiesa. El
preso le observa con una mezcla de piedad y desprecio, respondiendo con una
sola palabra: “¡Mierda!”. Poco después le confiscan el manuscrito. Viktor
comprende que ya no posee nada, salvo su "existencia desnuda". No
tarda en conocer la jerga del Lager. Si se desea sobrevivir, hay que
evitar a toda costa convertirse en un “musulmán”. Los “musulmanes” son los que
han renunciado a seguir luchando y deambulan cabizbajos y desmoralizados.
Apenas los identifican, los kapos y los SS los envían a las cámaras de gas.
Frankl posee una complexión física débil y teme correr la misma suerte. Su
condición de médico no le proporciona ninguna ventaja, pero a duras penas logra
salir adelante. Su cuerpo se adapta a las privaciones y el trabajo extenuante,
mientras su mente retrocede hacia un estadio primitivo, casi prerracional,
concentrándose exclusivamente en sensaciones primarias: hambre, fatiga, miedo.
El proceso de deshumanización incluye la extinción del deseo sexual y la
desaparición de emociones básicas como la pena, el asombro o la indignación.
Sólo son “pellejo y andrajos” detrás de una alambrada. Viktor se resiste a
entrar en un estado de hibernación emocional y se apega al recuerdo de su
mujer. A veces, experimenta una ficticia sensación de proximidad, evocando su
mirada, “más luminosa que el sol del amanecer”, o escuchando el eco de su voz.
La dicha que le produce esa vivencia está más allá de la mera presencia física
y el recuerdo. “Por primera vez en mi vida comprendí la verdad vertida en las
canciones de tantos poetas y proclamada en la sabiduría definitiva de tantos
pensadores. La verdad de que el amor es la meta última y más alta a la que
puede aspirar el hombre. Fue entonces cuando aprehendí el significado mayor de
los secretos que la poesía, el pensamiento y el credo humanos intentan
comunicar: la salvación del hombre está en el amor y a través del amor”.
Una tarde un grupo de prisioneros sale de su barracón para
contemplar un atardecer que oscila entre el azul acero y el rojo bermellón.
“¡Qué bello podría ser el mundo!”, exclama uno, sin olvidar su triste
situación. Frankl se pregunta si tanta belleza es casual o está asociada a una
finalidad. Mientras cava una trinchera, escucha un victorioso sí en su
interior. Existe una finalidad última. No vivimos en un universo ciego e
irracional. No hay que buscar el sentido en el exterior, sino dentro de uno
mismo. El ser humano es pura trascendencia, no porque sea el centro del cosmos,
sino porque aporta con su inteligencia la noción de sentido y puede ordenar sus
actos conforme a un fin. Ese hallazgo no se manifiesta como una evidencia
empírica, sino como una prueba de nuestra libertad interior, “esa libertad
espiritual, que no se nos puede arrebatar” y que es “lo que hace que la vida
tenga sentido y propósito”. Es cierto que el Lager intenta igualar a
todos los hombres, abocándoles a un estado de apatía, embrutecimiento e
indignidad, pero algunos se niegan a seguir ese camino, ofreciendo consuelo y
solidaridad a sus compañeros. Son pocos los que recorren los barracones
compartiendo su pan, pero suficientes para probar que “el ser humano puede
conservar un vestigio de libertad espiritual, de independencia mental, incluso
en las terribles circunstancias de tensión psíquica y física”. Frankl no
pretende responsabilizar a los “musulmanes” de su desmoronamiento. Nada más
lejos de su intención. Su propósito es recordar a todos, especialmente a los
que han perdido la esperanza, que ningún hombre puede ser totalmente
aniquilado, pues siempre cabrá la posibilidad de sobreponerse y elegir una
actitud ante los hechos. Sin esa creencia, el ser humano se hundiría en la
noche más oscura, perdiendo cualquier noción de meta o realización. Frankl
cita un aforismo de Nietzsche: “Quien tiene un porqué para vivir, encontrará
casi siempre un cómo”. Sin un objetivo o un porqué, no se puede sobrevivir
a Auschwitz. Sería un error esperar algo de la vida. Es “la vida la que
espera algo de nosotros”. El ser humano no puede eludir esa responsabilidad,
sin destruir su propia esencia moral y racional.
Frankl sobrevive, pero ha perdido a su familia y millones
de inocentes han sido inmolados en el altar de una ideología perversa. Al
contemplar las abominaciones cometidas por los nazis, parece inevitable
preguntarse: ¿qué es el hombre en realidad? ¿Un animal depravado y cruel?
Frankl cree que no. “El hombre es el ser que ha inventado las cámaras de
gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme musitando
una oración”. La perplejidad inicial de la liberación –“habíamos perdido la
capacidad de alegrarnos”- se transformará en el caso de Frankl en una nueva
concepción de su trabajo como psicoterapeuta. Frente a Freud y Adler, que
consideran respectivamente que el impulso primordial del ser humano es “la
búsqueda del placer” o “la búsqueda de poder”, Frankl crea la Logoterapia o
“tercera escuela vienesa”, según la cual lo verdaderamente humano es “la
búsqueda de sentido”. No se trata de una “racionalización secundaria” de
impulsos instintivos, sino de una fuerza primaria que expresa la meta más
profunda de la psique humana. La Logoterapia se diferencia del Psicoanálisis en
que no hace hincapié en lo retrospectivo o introspectivo, sino en la capacidad
de pensar y realizar un proyecto. Si el paciente mira hacia el futuro y no al
pasado, su ensimismamiento neurótico se relajará. El hombre no inventa el
sentido, sino que lo crea al percibir su vida como algo abierto y creativo,
donde lo esencial no es la adaptación al entorno o la gratificación del
instinto, sino la tensión hacia un fin noble y racional. “El sufrimiento
deja de ser en cierto modo sufrimiento en el momento en que encuentra un
sentido, como puede serlo el sacrificio”. El ser humano es responsable de
su propia vida y al mismo tiempo no puede desentenderse del dolor ajeno. Frankl
no evita la perspectiva teológica. No habla abiertamente de Dios, pero asegura
que “nada está irrecuperablemente perdido. Todo se conserva irrevocablemente.
Yo diría que haber sido es la forma más segura de ser. El único aspecto
verdaderamente transitorio de la vida es lo que en ella hay de potencial. En el
momento en que se realiza, se hace realidad, se guarda y se entrega al pasado,
de donde se rescata y se preserva de la transitoriedad”. Años más tarde, Hans
Jonas formularía una prueba sobre la existencia de Dios en términos
similares, pero notablemente más desarrollada: “La comprensibilidad de nuestra
propia existencia temporal, dotada de la capacidad de conocer, exige una presencia
objetiva del pasado”. Y esa presencia sólo puede garantizarla “una subjetividad
que vive lo concreto efectivo, tal como se produce, incorporándolo en su
memoria creciente. Se trata, pues, de un espíritu eternamente existente, pero
siempre en devenir” (Pensar sobre Dios y otros ensayos, 1992).
Al margen del “mal moral” simbolizado por Auschwitz, que
se supera mediante el sentido aportado por el esfuerzo individual de cada ser
humano en la planificación ética de su existencia, el problema del “mal
metafísico” como deficiencia histórica y ontológica plantea un nuevo
interrogante: “¿Todo este sufrimiento, estas muertes en torno a mí, tienen
algún sentido? Porque si no, definitivamente, la supervivencia no tiene
sentido, pues la vida cuyo significado depende de una casualidad –ya se
sobreviva o se escape a ella- en última instancia no merece ser vivida”. Frankl
sostiene que el valor de la vida se restituye cuando se reconoce la existencia
de la libertad. Si se sostiene que el hombre no puede elegir porque las
condiciones biológicas, sociológicas y psicológicas le condicionan
irremediablemente, no se puede hablar de responsabilidad ni de curación. Sin
libertad, el bien y el mal se confunden en la misma ciega y oscura necesidad y
el neurótico refuerza su fatalismo, renunciando a luchar activamente contra la
enfermedad. Frankl se rebela contra esa posibilidad, pues considera que “el
hombre no está totalmente condicionado y determinado; él es quien determina si
ha de abandonarse a las situaciones o hacer frente a ellas. En otras palabras,
en última instancia el hombre se determina a sí mismo”. Dicho de otro modo, “el
hombre se trasciende a sí mismo; el ser humano es un ser autotrascendente”.
No se puede acusar de utópico y poco realista a Viktor Frankl después de haber
sobrevivido a la Shoah. “Nuestra generación es realista –escribe-, pues
hemos llegado a saber lo que realmente es el hombre. Después de todo, el hombre
es ese ser que ha inventado las cámaras de gas de Auschwitz, pero también es el
ser que ha entrado en esas cámaras con la cabeza erguida y el Padrenuestro o el
Shema Yisrael en sus labios”.
El hombre en busca de sentido
es un clásico que se ha leído abundantemente en las escuelas por su valor
pedagógico y humano. Tal vez no posee la calidad literaria de Sin destino,
de Imre Kertész, o la dolorosa clarividencia de Más allá de la culpa y la
expiación, de Jean Améry. Tampoco es tan minucioso como Primo Levi en su
famosa trilogía (Si esto es un hombre, La tregua, Los hundidos
y los salvados), que recrea la rutina de Auschwitz con enorme rigor y sin
ninguna clase de optimismo antropológico. El hombre en busca de sentido
no está en un escalón inferior, sino en un terreno mucho más fértil, pues
ofrece una alternativa a las víctimas de las injusticias, absolviendo al ser
humano y justificando el mundo. Améry y Primo Levi se suicidaron, algo
impensable en Viktor Frankl. Por eso es fundamental volver a su obra, pues
tiene la autoridad del que ha sufrido y no ha perdido la esperanza. Erich
Fromm ya nos enseñó que la libertad nos inspira un miedo profundo y ancestral.
La ascensión de Hitler al poder es el ejemplo más pavoroso de ese temor. El
coraje de Frankl es la prueba de que la libertad es posible y necesaria. Sin
ella, sucumbiríamos a nuestros peores demonios y nada podría salvarnos.
Grandes Obras de
El Toro de Barro
PVP: 10 euros Pedidos a:
edicioneseltorodebarro@yahoo.es
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En un dramático–y real– camino de retorno,
algunos de los 130 niños que sobrevivieron a Auschwitz vijaron de nuevo al escenario de aquel apocalipsis con un grupo
de estudiantes israelíes de secundaria, en el que se encontraban sus hijas. El
encontronazo de dos generaciones distintas con aquella memoria de dolor provocó
una gigantesca catarsis individual y colectiva, cuya historia fue narrada por la psicóloga
infantil Amela Einat en La cicatriz del humo, Esta novela coral pone de manifiesto las diversas formas de experimentar la presencia real de aquella tragedia en todas las generaciones del Israel contemporáneo, de cuyas patologías Amela Einat es una reputada e innovadora especialista
Amela Einat. |
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