Luis Alejandro Contreras
Carl Gustav Jung
Cuando el dios de la guerra y de la muerte infla sus pulmones.
Reflexiones
en torno a
C.
G. Jung, Consideraciones sobre la
historia actual.
Edic.
Guadarrama
Colección
Punto Omega
Madrid,
1968.
Publicado en el blog
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Veinte días hará que se pergeñó la
breve glosa que consigno más abajo, sobre uno de los, considero yo, grandes
males de la civilización. En los tiempos recientes, debido a lo que mis ojos
observan y mi corazón presiente alrededor, he estado siempre hilando sobre el
tema del individuo y sus relaciones consigo mismo, cuando se le coloca en
hilera junto a otros. De alguna u otra manera, las lecturas que han venido a
parar en mis manos han tenido que caer, por fuerza, en tal meollo: Borges,
Jung, Nietzsche, Lawrence, Lao Tse, Thoreau, textos sufíes, Said, entre tantas
páginas al vuelo.
Premeditada búsqueda o
no, eso es lo que me acontece. Y, claro está, tales ilaciones han de obedecer a
la necesidad de saciar una sed surgida ante la desértica realidad que nos
envuelve, bien sea en el entorno más cercano, como en aquel que traspasa los
linderos de nuestras comarcas.
Este fin de semana,
dispusimos de escaso tiempo para la lectura, realizada como es mi costumbre a
la hora en que todos (o casi todos) duermen. Tenía una deuda pendiente desde
hace mucho tiempo, como lo era leer el epílogo de Consideraciones sobre la
historia actual, de Carl Gustav Jung*. Confieso que aún no salgo de mi asombro
(y, menos aún, de mi gratitud) hacia el corpus del intellectus allí legado,
para bien de toda alma que no desee contentarse con slogans disfrazados de
mandamientos, cual lo predican -a los cuatro vientos- tantos líderes con pies
de barro para sus hipnotizadas huestes, que en ellos sienten latir la sombra
del alter ego.
Muchas de las
afirmaciones de Jung en esa nota de cierre, las conforman frases que destellan
por su poder de desnudar tantas falsedades en lo que toca a masa e individuo;
provoca colocarlas cual graffitis en miles de muros de nuestras deshumanizadas
ciudades.
Al leer tal epílogo,
recordé algunas de las notas que he venido
deshilando en los tiempos recientes, particularmente ésta que ahora
coloco a manera de frontispicio a un par de citas del referido texto de Jung,
las que me tomé el trabajo de transcribir antes del canto de los gallos. La
verdad es que provoca colocar, ya no digo el epilogo de Jung entero, sino el
libro por completo. Lo considero un documento necesarísimo de cara al presente
y de cara a futuro. Pues, activa las alarmas sobre el extravío del espíritu
humano y la caída del hombre en lo más hondo de la barbarie, desde une
perspectiva distinta y, a la vez, coincidente a las de un humanista, un
literato, un librepensador o un poeta, cual algunos de los caballeros precitados
en el primer párrafo.
Y si me tomo el
atrevimiento de agregar mi breve anotación, antes de las de Jung, es porque de
algún modo quiero dejar fe de aquello que el propio Jung nominara con la
palabra sincronicidad. Me siento revelado por ese texto de Jung. Y me siento
consecuencia. Albergo, además, la esperanza de no ser un oasis en el desierto,
ni una isla solitaria en el océano. Albergo la esperanza de que muchos otros,
como yo (no importa que seamos minoría), tengan ojos y corazón abiertos para
dar cuenta de ese desacato a las razones del alma y sientan necesidad de
evidenciarlo.
Esas murmuraciones del
dios del martillo que alientan en las oscuridades del alma humana, siempre nos
traen a la memoria los escritos de Jung respecto a la espeluznante amenaza de
las hecatombes forjadas en la psique, las que él no duda en catalogar como
mucho más devastadoras que cualquier catástrofe natural. Uno de tales ensayos
es Wotan (1936), en el que se daban claras alarmas de los riesgos y graves
consecuencias que sobrevendrían de seguir prosperando las soterradas
insinuaciones que insufla este dios agitador con su aliento, hecho que luego se
vio consumado en hecatombe, con la crecida del Nacional Socialismo en Alemania.
Y el otro, incontestable, es Después de la catástrofe (1945) en el que alega
que, luego de la tarea de descombrar, se impone la necesidad de Alemania, en
primer lugar, y de Europa, en el segundo, de hacer un mea culpa colectivo.
Ciudadano común.
El ciudadano común,
aquel que poco se desvela por los vericuetos del poder, se halla feliz de dar
la espalda a ese himno a la muerte que vibra en los patronatos que otros
hombres han creado para su propia negación. Lo que tan grandilocuentemente
llaman “Estado” los eruditos de palacio, se ha transformado en el mayor enemigo
del ser humano. Aunque habría que acotar que, aquí o allá, no existe tal
“Estado”. Lo que prevalece es una usurpación. Lo que se impone, acá o allá, son
cerradas hermandades, especializadas en el fingimiento de un “orden de las
cosas” que maniata al individuo, cercenando el libre albedrío; sectas,
cofradías, milicias y misiones, perpetradores todos de bellaquerías. Es
sorprendente que, a lo largo de los siglos, podamos verificar la inveterada
persistencia de ese mal.
Aceptamos que es iluso
pensar en una sociedad perfecta, porque eso sería entrar en el terreno de las
fantasías. Pero un mundo de seres humanos que digan “alto” al abuso de los
usurpadores, no es imposible. Un mundo en el que los ancestrales e inopinados
valores de la vida (como la desprendida cooperación entre unos y otros) vuelvan
a su cauce, no es inverosímil.
Quienes forman parte de
los clanes de poder, predican la necesidad de sus aherrojados credos; alegan
que sin ése, su marco legal que pone coto al “desorden”, todo se iría al
traste. Los parámetros de equitatividad con que confinan derechos y dictan
deberes al vulgo gozan de un prestigio más alto que el de la relojería suiza.
La respuesta está en
nosotros. El asunto es: ¿repararemos, algún día, en la certísima factibilidad
que hay de obrar como un “nosotros”? Lucirá como una perogrullada, pero hay que
empezar por dar la batalla en nuestro silencioso ego y vencerlo. Sin ese ajuste
de cuentas en nuestra interioridad, jamás compartiremos nada.
Luis Alejandro Contreras
16/17 de febrero, 2013.
He aquí un par de fragmentos
del pensamiento de Carl Gustav Jung tomados de sus Consideraciones sobre la historia actual, que se sostienen por sí
mismos:
«…aquella desconfianza del primitivo frente a la tribu vecina, que creíamos haber superado hace tiempo con las organizaciones internacionales, ha vuelto a nosotros en esta guerra de dimensiones gigantescas (1ra. Guerra mundial). Sin embargo, no nos contentaremos con quemar un pueblo vecino, ni nos limitaremos a cortar un par de cabezas, sino que pueblos enteros serán asolados, millones de hombres muertos. En la nación enemiga no se dejará un hilo entero, y las propias faltas aparecerán a los otros fantásticamente aumentadas. ¿Dónde están hoy las cabezas superiores? Si es que existen, nadie las escucha: reina, por el contrario, una carrera hacia la muerte, la fatalidad de un destino universal, contra el que el individuo ya no se puede defender. Y, sin embargo, este fenómeno general se da también en el individuo, pues la nación se compone de meros individuos. Por eso, también el individuo debe reflexionar sobre los medios con los que se dispone a afrontar el mal. De acuerdo con nuestra postura racionalista, creemos poder alcanzar algo con organizaciones, leyes y demás buenas intenciones. En realidad, sólo una transformación de los sentimientos del individuo puede producir una renovación del espíritu de las naciones. Hay que comenzar por el individuo. Hay teólogos y filántropos bien intencionados que desean quebrar el principio del poder en los demás. Quiebren primero el principio del poder en sí mismos. Entonces resultará la cosa verosímil…»
Ueber das Unbewusste,
Scsweizerland, núm. 9 Cuaderno de junio, 1918.)
.
“…Es un hecho patente que la
moralidad de una sociedad, considerada como un todo, es inversamente
proporcional a su magnitud, pues cuantos más individuos se reúnen, tanto más se
desvanecen los factores individuales, y consiguientemente la moralidad, que descansa
sobre el sentimiento moral y la indispensable libertad del individuo. Por eso, cada individuo es inconscientemente, y
en cierto modo, mucho peor cuando está en sociedad que cuando actúa por sí
solo; pues entonces se siente llevado por la sociedad, y la masa le despoja de
su responsabilidad individual. Una gran sociedad compuesta de hombres
excelentes es comparable en moralidad e inteligencia a un enorme, estúpido y
violento animal. Cuanto mayores son las organizaciones, tanto más inevitable
resulta su inmoralidad y ciega oscuridad (Senatus bestia, senatores boni viri).
Si además la sociedad acentúa en sus representantes individuales, de una manera
automática, las cualidades colectivas, premia con ello toda mediocridad, todo
lo que trata de vegetar en una forma vil e irresponsable: lo individual se verá
inevitablemente oprimido contra la pared. Sin libertad no puede haber
moralidad. Nuestra admiración por las grandes organizaciones desaparece al ver
la otra cara del milagro, a saber, la acumulación horrible y la acentuación de
todo lo primitivo que hay en el hombre y la inevitable destrucción de su
individualidad en favor del monstruo que es toda gran organización. Un hombre
de hoy, que responda más o menos al ideal de moralidad colectiva, ha hecho de
su corazón una cueva de asesinos, lo cual resulta fácil de probar por el
análisis de su inconsciente, aun cuando él mismo no se sienta turbado por ello.
Y en la medida en que se encuentra “aclimatado” a su medio ambiente, tampoco le
turbará la mayor locura de su sociedad, toda vez que la mayoría de sus
conciudadanos creen en la elevada moralidad de su organización social…”
Die Beziehungen szwischen
dem Ich und dem Unbewustten,
1ra ed., Darmstadt, 1928, p. 56.
Grandes Obras de
El Toro de Barro
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En un dramático–y real– camino de retorno,
algunos de los 130 niños que sobrevivieron a Auschwitz vijaron de nuevo al escenario de aquel apocalipsis con un grupo
de estudiantes israelíes de secundaria, en el que se encontraban sus hijas. El
encontronazo de dos generaciones distintas con aquella memoria de dolor provocó
una gigantesca catarsis individual y colectiva, cuya historia fue narrada por la psicóloga
infantil Amela Einat en La cicatriz del humo,
Esta novela coral pone de manifiesto las diversas formas de
experimentar la presencia real de aquella tragedia en todas las
generaciones del Israel contemporáneo, de cuyas patologías Amela Einat
es una reputada e innovadora especialista
Amela Einat. |
1 comentario:
"...La foto del personal de Auschwitz, en un alto a su abnegada labor de aniquilación, es verdaderamente tenebrosa. Las poses de algunas de las mujeres que componen la estampa, como remedando la actitud de traviesos infantes, lo que en realidad descubre es una estirpe cuyos ancestros devienen del cruce de sombras como las de Nosferatu, La Esfinge, Caligari y Medusa. Hay algo de humano en ellas pero, también, algo demoníaco, sobrenatural o –acaso- contranatural, que trasciende lo humano y, a su vez, lo niega. A la derecha, el oficial del acordeón, con el estudiado gesto de la cachucha de medio lado, como alegando que ellos se permiten, de cuando en cuando, alguna alegre informalidad, con la contenida pero anuente jovialidad del oficial de la derecha, mientras que el del centro exhibe dichoso su ramillete de pavorosas coristas. Esa estampa lo que muestra ya, es a una humanidad que se ha exterminado a sí misma..."
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