jueves, 13 de enero de 2011

«Auschwitz: ¿qué harías por sobrevivir?», por Rafael Narbona



Rafael Narbona


Auschwitz:

¿qué harías para sobrevivir?



Reseña de
Steinberg, Paul, Crónicas del mundo oscuro.
Edic. Montesinos, 2010.


Reseña aparecida en

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Primo Levi aseguraba que sobrevivieron los peores. Todos los que no se adaptaron al Lager y  lucharon por conservar su dignidad, cayeron los primeros. A fin de cuentas, el sistema concentracionario estaba concebido para ellos.



Auschwitz era algo más que una máquina de exterminio. El sentido de los campos de concentración iba más allá de la aniquilación física. Su propósito último era la destrucción de cualquier vestigio de humanidad. En el caso del joven Henri, se realizó este objetivo. Deportado con diecisiete años, aprendió con facilidad las reglas de Auschwitz. Su rápida adaptación, le convirtió en “un combatiente solitario, frío, calculador”, capaz de apalear a un anciano porque no se levanta de su litera y con ingenio suficiente para hacerse pasar por experto en química analítica, cuando en realidad sus conocimientos se reducían a lo aprendido en el liceo como estudiante de bachillerato. Incorporado al  comando ocupado en la fabricación de caucho sintético, donde coincidirá con Primo Levi, Henri se convertirá en un maestro de la supervivencia. Su oportunismo y su falta de reparos morales impresionarán al químico italiano, que lo retrata en Si esto es un hombre, atribuyéndole una edad y unos conocimientos muy superiores a los reales. Afirmar que el joven impostor había desarrollado toda una teoría “material y orgánica” sobre las diferentes formas de sobrevivir en Auschwitz, constituye tal vez un exceso. No debemos olvidar su condición de víctima, una víctima que, a semejanza de los pícaros del Barroco, aprendió a trampear y fingir para no engrosar la lista de los hundidos.


Lo cierto es que el joven de veintidós años, al que Levi describe con “el cuerpo y la cara delicados y sutilmente perversos del San Sebastián de Sodoma”, no se llama Henri, sino Paul Steinberg y no ha cumplido los dieciocho. Muchos años después, enfermo de cáncer y con la muerte cada vez más próxima, decide contar su experiencia en apenas doscientas páginas. Acostumbrado a no respetar la orden de llevar la estrella amarilla, Paul hace novillos para acudir al hipódromo con el dinero sustraído de los bolsillos de su padre. Experto en dar sablazos, sabe que a su progenitor no le importa demasiado su suerte; de hecho, no será éste, sino una amiga de la familia la que logrará enviarlo a una granja para ocultarse de las denuncias de los colaboracionistas, especializados en reventar los escondites de los judíos. “Demasiado francesa para ser real”, apenas pasará tres días con la familia que le acoge. Una denuncia anónima provocará su detención. Antes de ser deportado, los esbirros que le escoltan le permiten gastar sus últimos francos en un manual de química analítica, gracias al cual salvará la vida durante su estancia en Auschwitz. Surgen varias oportunidades de huir, pero son desaprovechadas. “No lo hice –se explica Steinberg-. Probablemente fue el miedo o, a lo mejor, la voluntad o el oscuro e instintivo deseo de apurar mi destino hasta el final, de pasar por esa experiencia insoportable que no podía ni siquiera vislumbrar”.


 Cuando un mes después toma la primera ducha colectiva en Auschwitz III-Monowitz, los otros deportados se burlan de él por no haber explotado el hecho de no estar circuncidado. Sin embargo, Paul aprende rápido y asimila en seguida las normas del Lager. Durante su estancia en Drancy, contemplará una escena irreal. Los SS organizan un combate de boxeo para enfrentar al peso mosca Young Pérez con un soldado alemán mucho más robusto. Sobre el cuadrilátero, iluminados por los focos de la defensa antiaérea, los púgiles protagonizan una farsa, que finaliza con combate nulo. La lógica inhumana del Lager no tarda en actuar sobre los deportados. La muerte de otros pierde su dramatismo y sólo se impone la supervivencia. “Habíamos superado la etapa de los sentimientos, de las relaciones de amistad. Cada cual, replegado en sí mismo, luchaba por sobrevivir. La máquina de deshumanizar había funcionado de maravilla. Ya sólo existíamos en la indignidad”.


 La infancia itinerante de Steinberg, que le permitirá aprender cuatro idiomas, se revelará como una excelente preparación para soportar la dureza de Auschwitz. Los traslados continuos, la necesidad de adaptarse una y otra vez a medios diferentes y casi siempre hostiles, la frialdad del padre, los sentimientos de culpa por la muerte prematura de la madre, la carencia de amistades y vínculos. Todas esas experiencias ayudarán a Paul en un lugar donde no hay mayor desventaja que una infancia feliz. Mucho mejor preparado que otros para aceptar la desgracia, superará la primera selección gracias a su excelente alemán. El propio doctor Mengele lo enviará a la fila de los que aún podían ser útiles, asombrado por la perfección de su acento. Esa cualidad también le granjeará la simpatía del temido jefe del campo, un delincuente común que vivía en una casita con flores y cortinas, situada en medio del Lager. Tampoco tardará en atraerse la confianza del mismo jefe de bloque que estuvo a punto de estrangular a Primo Levi. Al cabo de un año, apenas había sobrevivido el quince por ciento de los que llegaron con él. ¿Cuál fue el secreto que le permitió formar parte de esta minoría afortunada? “Creo –reflexiona Steinberg- que tuve, intuitivamente, una aguda percepción de aquel universo paralelo al que habíamos ido a parar. Adiviné sus leyes y su sinrazón”.


¿Cuáles eran las víctimas inmediatas del Lager? Los que conservaban el sentido de la dignidad, los que tenían la personalidad mejor estructurada, los que no dejaban de pensar en la suerte de sus familiares, los que rondaban los cuarenta años. En cambio, los más jóvenes, los que tenían “un gusto desmesurado por la vida y una flexibilidad de contorsionista”, los que no presumían de llevar la cabeza bien alta, los que eran capaces de soportar y olvidar las humillaciones, sobrevivirían para contarlo (o silenciarlo, de acuerdo con la experiencia de cada uno). Lo cierto es que en Auschwitz no había espacio para el heroísmo y cuando Steinberg es abofeteado por robar una barra de pan, sólo es capaz de contestar: “Lo he merecido”.  La muerte de Philippe, su único amigo en el Lager y al que, por su estrecha relación, muchos confundían con su hermano, extinguirá los últimos sentimientos que sobrevivían en él. Después vendrá la muerte del pensamiento y, por fin, la muerte del hombre. En los campos de exterminio, se consumó anticipadamente el supuesto teórico del estructuralismo: el hombre dejó de ser, se convirtió en un vacío, pero en el caso de Steinberg ese vacío sobrevivió a la hepatitis, la sarna, la disentería, la erisipela, el hambre. Sólo era una forma hueca, con una superficie colonizada por pulgas, piojos y chinches. Desprovisto de su identidad, no era más que una pieza perfectamente intercambiable. Esa disolución en lo colectivo tal vez sea lo más cercano a la utopía que soñó Jünger: una humanidad sin identidades individuales, una masa compacta y amorfa, donde nada es insustituible. A partir de la muerte de Philippe, Steinberg descubre que “es un derroche dar afecto a unas sombras que penden de un hilo. ¿Por qué reservarse para un mañana lleno de lágrimas?”. Si logra conservar la vida, ya llegará el día en que pueda volver a amar.

Al igual que otros supervivientes, Steinberg experimenta sentimientos de culpabilidad. ¿Por qué él y no otros? A través de un empresario y un profesor de filosofía, descubrirá la Sinfonía en re menor de Cesar Frank y la filosofía trascendental de Kant. Esos hallazgos no le devolverán el amor propio. Éste sólo reaparecerá con la comida, el calor y la libertad. El regreso a la normalidad no borrará la sensación de no pertenecer a la comunidad de los vivos. Familiarizado con la muerte, no puede lamentar la pérdida de un semejante y no siente “angustia metafísica” ante la perspectiva de su desaparición. Convertido en un manipulador, capaz de adular a los capos más brutales hasta ganarse su confianza, el joven Paul se mueve por el Lager con una habilidad asombrosa. Su corazón está lleno de desprecio y frialdad. Se ha transformado en lo que han hecho de él y cuando ejerciendo como capo, levanta la mano sobre un anciano enfermo, advierte que está contaminado hasta la raíz. Aunque el holocausto parece irrepetible, las matanzas no han dejado de sucederse desde entonces y todos los que han utilizado la violencia contra sus semejantes, han desempeñado un papel en la propagación del sufrimiento. “En este concierto –admite Steinberg-, yo he interpretado mi partitura”.


La experiencia del Lager ha generado una vasta literatura: Levi, Frankl, Bettelheim, Klüger, Améry, Kertész. ¿Qué aporta el testimonio de Steinberg? Tal vez una introspección desapasionada, que analiza el proceso mediante el cual un alma joven y cálida se transforma en un páramo helado. Frente a la poderosa reflexión moral de Levi, el estudio psicológico de Frankl o la fuerza teórica de Kertész, Steinberg escribe la crónica de una subjetividad que va desprendiéndose de emociones, hasta convertirse en una máquina regulada por un irracional deseo de vida. La producción incansable de estrategias orientadas hacia este fin, imposibilita cualquier forma de empatía, pues el otro ya no es un valor, sino una variable en un escenario de degradación y muerte. Se cumple de este modo la lógica infernal del Lager: la destrucción de lo humano, la subversión de esa tradición de libertad y autonomía que identificamos con la cultura europea. Pero este horror no viene de fuera, sino del corazón de Europa. Sería muy fácil explicar Auschwitz como una explosión de irracionalidad, pero en realidad la biopolítica nazi sólo actualiza las exhibiciones de fuerza que caracterizaron al poder absoluto. El régimen de Hitler intentó recuperar ese concepto de lo político, donde la carne tumefacta  testimonia la omnipotencia del Estado. 


Ignoro si Steinberg, al igual que Levi o Kertész, rechaza la expresión holocausto, pero no me parece descabellado hablar de sacrifico o inmolación. Hannah Arendt ya nos enseñó que es un error buscar las causas  de la Shoah en el antisemitismo. Detrás de aquellos crímenes, hay una teoría de la acción política. La matanza industrializada de varios millones de seres humanos es la evidencia brutal de que la vida puede quedar reducida a una expresión del poder. Esto sucede cuando las fuerzas políticas actúan movidas únicamente por el propósito de adquirir y conservar el control del Estado. Dentro de este esquema, el hombre sólo tiene valor como víctima potencial. Ningún sufrimiento es irrelevante. El dolor de la carne martirizada nos muestra una y otra vez la impotencia del individuo frente al poder estatal. Atrapado por esta red, el hombre es despojado de su identidad, de su nombre y, en general, de todo lo que lo singulariza. Ni siquiera su muerte le pertenece, ya que el poder la utilizará para mostrar la banalidad de su existencia. Si éste es el rumbo de la historia, ¿quedará algún refugio donde guarecerse? Poco antes de morir, Steinberg se cobijó en la escritura. ¿Significa esto que la palabra es nuestra morada? No sabría responder, pero sí sé que allí donde está ausente, reina la barbarie.

Artículo publicado en



Grandes Obras de
El Toro de Barro
PVP: 10 euros Pedidos a:
edicioneseltorodebarro@yahoo.es

  En un dramático–y real– camino de retorno, algunos de los 130 niños que sobrevivieron a Auschwitz vijaron de nuevo al escenario de aquel apocalipsis con un grupo de estudiantes israelíes de secundaria, en el que se encontraban sus hijas. El encontronazo de dos generaciones distintas con aquella memoria de dolor provocó una gigantesca catarsis individual y colectiva, cuya historia fue narrada por la psicóloga infantil Amela Einat en La cicatriz del humo, Esta novela coral pone de manifiesto las diversas formas de experimentar la presencia real de aquella tragedia en todas las generaciones del Israel contemporáneo, de cuyas patologías Amela Einat es una reputada e innovadora especialista


Amela Einat.



"El Profeta", de Carlos Morales. De su Libro "S". Ilustración Leonardo da Vinci














1 comentario:

Lizette Bernuy Kudryavka dijo...

Recomiendo la lectura de "El hombre en busca de sentido" de Viktor Frankl. Superviviente de Auschwitz. Advierto que la obra desgarra al lector. El canibalismo está en su boca cómo medio de supervivencia.