Rafael Narbona
Auschwitz:
¿qué harías para sobrevivir?
Reseña de
Steinberg, Paul, Crónicas del mundo oscuro.
Edic. Montesinos,
2010.
Reseña aparecida en
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Primo Levi aseguraba que
sobrevivieron los peores. Todos los que no se adaptaron al Lager y
lucharon por conservar su dignidad, cayeron los primeros. A fin de cuentas, el
sistema concentracionario estaba concebido para ellos.
Auschwitz
era algo más que una máquina de exterminio. El sentido de los campos de
concentración iba más allá de la aniquilación física. Su propósito último era
la destrucción de cualquier vestigio de humanidad.
En el caso del joven Henri, se realizó este objetivo. Deportado con diecisiete
años, aprendió con facilidad las reglas de Auschwitz. Su rápida adaptación, le
convirtió en “un combatiente solitario, frío, calculador”, capaz de apalear a
un anciano porque no se levanta de su litera y con ingenio suficiente para
hacerse pasar por experto en química analítica, cuando en realidad sus
conocimientos se reducían a lo aprendido en el liceo como estudiante de
bachillerato. Incorporado al comando ocupado en la fabricación de
caucho sintético, donde coincidirá con Primo Levi, Henri se convertirá en un
maestro de la supervivencia. Su oportunismo y su falta de reparos morales
impresionarán al químico italiano, que lo retrata en Si esto es un hombre,
atribuyéndole una edad y unos conocimientos muy superiores a los reales.
Afirmar que el joven impostor había desarrollado toda una teoría “material y
orgánica” sobre las diferentes formas de sobrevivir en Auschwitz, constituye
tal vez un exceso. No debemos olvidar su condición de víctima, una víctima que,
a semejanza de los pícaros del Barroco, aprendió a trampear y fingir para no
engrosar la lista de los hundidos.
Lo cierto es que el joven de veintidós
años, al que Levi describe con “el cuerpo y la cara delicados y sutilmente
perversos del San Sebastián de Sodoma”, no se llama Henri, sino Paul Steinberg
y no ha cumplido los dieciocho. Muchos años después, enfermo de cáncer y con la
muerte cada vez más próxima, decide contar su experiencia en apenas doscientas
páginas. Acostumbrado a no respetar la orden de llevar la estrella amarilla,
Paul hace novillos para acudir al hipódromo con el dinero sustraído de los
bolsillos de su padre. Experto en dar sablazos, sabe que a su progenitor no le
importa demasiado su suerte; de hecho, no será éste, sino una amiga de la
familia la que logrará enviarlo a una granja para ocultarse de las denuncias de
los colaboracionistas, especializados en reventar los escondites de los judíos.
“Demasiado francesa para ser real”, apenas pasará tres días con la familia que
le acoge. Una denuncia anónima provocará su detención. Antes de ser deportado,
los esbirros que le escoltan le permiten gastar sus últimos francos en un
manual de química analítica, gracias al cual salvará la vida durante su
estancia en Auschwitz. Surgen varias oportunidades de huir, pero son
desaprovechadas. “No lo hice –se explica Steinberg-. Probablemente fue el miedo
o, a lo mejor, la voluntad o el oscuro e instintivo deseo de apurar mi destino
hasta el final, de pasar por esa experiencia insoportable que no podía ni
siquiera vislumbrar”.
Cuando un mes después toma la primera
ducha colectiva en Auschwitz III-Monowitz, los otros deportados se burlan de él
por no haber explotado el hecho de no estar circuncidado. Sin embargo, Paul
aprende rápido y asimila en seguida las normas del Lager. Durante su
estancia en Drancy, contemplará una escena irreal. Los SS organizan un combate
de boxeo para enfrentar al peso mosca Young Pérez con un soldado alemán mucho
más robusto. Sobre el cuadrilátero, iluminados por los focos de la defensa
antiaérea, los púgiles protagonizan una farsa, que finaliza con combate nulo.
La lógica inhumana del Lager no tarda en actuar sobre los deportados. La
muerte de otros pierde su dramatismo y sólo se impone la supervivencia. “Habíamos
superado la etapa de los sentimientos, de las relaciones de amistad. Cada cual,
replegado en sí mismo, luchaba por sobrevivir. La máquina de deshumanizar había
funcionado de maravilla. Ya sólo existíamos en la indignidad”.
La infancia itinerante de Steinberg, que
le permitirá aprender cuatro idiomas, se revelará como una excelente
preparación para soportar la dureza de Auschwitz. Los traslados continuos, la
necesidad de adaptarse una y otra vez a medios diferentes y casi siempre
hostiles, la frialdad del padre, los sentimientos de culpa por la muerte
prematura de la madre, la carencia de amistades y vínculos. Todas esas
experiencias ayudarán a Paul en un lugar donde no hay mayor desventaja que una
infancia feliz. Mucho mejor preparado que otros para aceptar la desgracia,
superará la primera selección gracias a su excelente alemán. El propio doctor
Mengele lo enviará a la fila de los que aún podían ser útiles, asombrado por la
perfección de su acento. Esa cualidad también le granjeará la simpatía del
temido jefe del campo, un delincuente común que vivía en una casita con flores
y cortinas, situada en medio del Lager. Tampoco tardará en atraerse la
confianza del mismo jefe de bloque que estuvo a punto de estrangular a Primo
Levi. Al cabo de un año, apenas había sobrevivido el quince por ciento de
los que llegaron con él. ¿Cuál fue el secreto que le permitió formar parte de
esta minoría afortunada? “Creo –reflexiona Steinberg- que tuve, intuitivamente,
una aguda percepción de aquel universo paralelo al que habíamos ido a parar.
Adiviné sus leyes y su sinrazón”.
¿Cuáles eran las víctimas inmediatas del Lager?
Los que conservaban el sentido de la dignidad, los que tenían la personalidad
mejor estructurada, los que no dejaban de pensar en la suerte de sus
familiares, los que rondaban los cuarenta años. En cambio, los más jóvenes, los
que tenían “un gusto desmesurado por la vida y una flexibilidad de
contorsionista”, los que no presumían de llevar la cabeza bien alta, los que
eran capaces de soportar y olvidar las humillaciones, sobrevivirían para
contarlo (o silenciarlo, de acuerdo con la experiencia de cada uno). Lo
cierto es que en Auschwitz no había espacio para el heroísmo y cuando Steinberg
es abofeteado por robar una barra de pan, sólo es capaz de contestar: “Lo he
merecido”. La muerte de Philippe, su único amigo en el Lager y
al que, por su estrecha relación, muchos confundían con su hermano, extinguirá
los últimos sentimientos que sobrevivían en él. Después vendrá la muerte del
pensamiento y, por fin, la muerte del hombre. En los campos de exterminio, se
consumó anticipadamente el supuesto teórico del estructuralismo: el hombre dejó
de ser, se convirtió en un vacío, pero en el caso de Steinberg ese vacío
sobrevivió a la hepatitis, la sarna, la disentería, la erisipela, el hambre.
Sólo era una forma hueca, con una superficie colonizada por pulgas, piojos y chinches.
Desprovisto de su identidad, no era más que una pieza perfectamente
intercambiable. Esa disolución en lo colectivo tal vez sea lo más cercano a la
utopía que soñó Jünger: una humanidad sin identidades individuales, una masa
compacta y amorfa, donde nada es insustituible. A partir de la muerte de
Philippe, Steinberg descubre que “es un derroche dar afecto a unas sombras
que penden de un hilo. ¿Por qué reservarse para un mañana lleno de lágrimas?”.
Si logra conservar la vida, ya llegará el día en que pueda volver a amar.
Al igual que otros supervivientes,
Steinberg experimenta sentimientos de culpabilidad. ¿Por qué él y no otros? A
través de un empresario y un profesor de filosofía, descubrirá la Sinfonía en re
menor de Cesar Frank y la filosofía trascendental de Kant. Esos hallazgos
no le devolverán el amor propio. Éste sólo reaparecerá con la comida, el calor
y la libertad. El regreso a la normalidad no borrará la sensación de no
pertenecer a la comunidad de los vivos. Familiarizado con la muerte, no puede
lamentar la pérdida de un semejante y no siente “angustia metafísica” ante la
perspectiva de su desaparición. Convertido en un manipulador, capaz de adular a
los capos más brutales hasta ganarse su confianza, el joven Paul se mueve por
el Lager con una habilidad asombrosa. Su corazón está lleno de desprecio
y frialdad. Se ha transformado en lo que han hecho de él y cuando ejerciendo
como capo, levanta la mano sobre un anciano enfermo, advierte que está
contaminado hasta la raíz. Aunque el holocausto parece irrepetible, las
matanzas no han dejado de sucederse desde entonces y todos los que han
utilizado la violencia contra sus semejantes, han desempeñado un papel en la
propagación del sufrimiento. “En este concierto –admite Steinberg-, yo he
interpretado mi partitura”.
La experiencia del Lager ha
generado una vasta literatura: Levi, Frankl, Bettelheim, Klüger, Améry,
Kertész. ¿Qué aporta el testimonio de Steinberg? Tal vez una introspección
desapasionada, que analiza el proceso mediante el cual un alma joven y cálida
se transforma en un páramo helado. Frente a la poderosa reflexión moral de
Levi, el estudio psicológico de Frankl o la fuerza teórica de Kertész, Steinberg
escribe la crónica de una subjetividad que va desprendiéndose de emociones,
hasta convertirse en una máquina regulada por un irracional deseo de vida.
La producción incansable de estrategias orientadas hacia este fin, imposibilita
cualquier forma de empatía, pues el otro ya no es un valor, sino una variable
en un escenario de degradación y muerte. Se cumple de este modo la lógica
infernal del Lager: la destrucción de lo humano, la subversión de esa
tradición de libertad y autonomía que identificamos con la cultura europea.
Pero este horror no viene de fuera, sino del corazón de Europa. Sería muy fácil
explicar Auschwitz como una explosión de irracionalidad, pero en realidad la
biopolítica nazi sólo actualiza las exhibiciones de fuerza que caracterizaron
al poder absoluto. El régimen de Hitler intentó recuperar ese concepto de lo
político, donde la carne tumefacta testimonia la omnipotencia del Estado.
Ignoro si Steinberg, al igual que Levi o Kertész, rechaza la expresión holocausto, pero no me parece descabellado hablar de sacrifico o inmolación. Hannah Arendt ya nos enseñó que es un error buscar las causas de la Shoah en el antisemitismo. Detrás de aquellos crímenes, hay una teoría de la acción política. La matanza industrializada de varios millones de seres humanos es la evidencia brutal de que la vida puede quedar reducida a una expresión del poder. Esto sucede cuando las fuerzas políticas actúan movidas únicamente por el propósito de adquirir y conservar el control del Estado. Dentro de este esquema, el hombre sólo tiene valor como víctima potencial. Ningún sufrimiento es irrelevante. El dolor de la carne martirizada nos muestra una y otra vez la impotencia del individuo frente al poder estatal. Atrapado por esta red, el hombre es despojado de su identidad, de su nombre y, en general, de todo lo que lo singulariza. Ni siquiera su muerte le pertenece, ya que el poder la utilizará para mostrar la banalidad de su existencia. Si éste es el rumbo de la historia, ¿quedará algún refugio donde guarecerse? Poco antes de morir, Steinberg se cobijó en la escritura. ¿Significa esto que la palabra es nuestra morada? No sabría responder, pero sí sé que allí donde está ausente, reina la barbarie.
Artículo publicado en
Grandes Obras de
El Toro de Barro
PVP: 10 euros Pedidos a:
edicioneseltorodebarro@yahoo.es
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En un dramático–y real– camino de retorno,
algunos de los 130 niños que sobrevivieron a Auschwitz vijaron de nuevo al escenario de aquel apocalipsis con un grupo
de estudiantes israelíes de secundaria, en el que se encontraban sus hijas. El
encontronazo de dos generaciones distintas con aquella memoria de dolor provocó
una gigantesca catarsis individual y colectiva, cuya historia fue narrada por la psicóloga
infantil Amela Einat en La cicatriz del humo,
Esta novela coral pone de manifiesto las diversas formas de
experimentar la presencia real de aquella tragedia en todas las
generaciones del Israel contemporáneo, de cuyas patologías Amela Einat
es una reputada e innovadora especialista
Amela Einat. |
1 comentario:
Recomiendo la lectura de "El hombre en busca de sentido" de Viktor Frankl. Superviviente de Auschwitz. Advierto que la obra desgarra al lector. El canibalismo está en su boca cómo medio de supervivencia.
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