Rafael Narbona
Jan Karski:
El primer mensajero del Holocausto
En 1985,
el director de cine francés Claude Lanzmann estrenó Shoah, un largo documental sobre el exterminio de las comunidades
judías europeas durante la
Segunda Guerra Mundial. Las algo más de nueve horas de
metraje incluían una entrevista con Jan Karski, un profesor de ciencias
políticas de la
Universidad de Georgetown que había sido una de las primeras
voces en revelar al mundo la existencia del Holocausto, sin conseguir que
ningún país se comprometiera a adoptar medidas para acabar con los crímenes:
“Los aliados consideraron imposible y demasiado costoso acudir en rescate de
los judíos. Después de la guerra, leí cómo los líderes occidentales, hombres de
estado, militares, servicios de inteligencia, jerarquías eclesiásticas y
dirigentes civiles se horrorizaban de lo que había pasado con los judíos.
Declaraban no haber sabido nada acerca del Holocausto, pues el genocidio había
sido mantenido en secreto. Esta versión de los hechos persiste todavía, pero no
es más que un mito. El extermino no era un secreto para ellos”. Testigo
presencial de las humillaciones y las matanzas en el gueto de Varsovia y el
campo de tránsito de Izbica, Karski interrumpió varias veces la entrevista con
Lanzmann a causa de la emoción. Cuando se recuperó, afirmó ante la cámara: “Ése
no era el mundo. No era la humanidad. Era algún tipo de infierno”.
Jan
Karski se llamaba en realidad Jan Kozielewski. Nació el 24 de junio de 1914 en
Lódz (Polonia). Hijo de una familia de clase media, de convicciones católicas y
nacionalistas, pero lejos de cualquier forma de fanatismo o intolerancia,
realizó estudios universitarios y sirvió como subteniente en el ejército
polaco, incorporándose a las filas de la Resistencia apenas los alemanes y los rusos
invadieron su país. Apresado por el Ejército Rojo, ocultó su grado, lo cual le
salvó de la masacre de Katyn. Entregado por los rusos a los alemanes durante un
intercambio de prisioneros, se escapó del tren que le conducía a un centro de
internamiento y viajó clandestinamente hasta Varsovia, donde pudo contactar con
la Resistencia. Su
inteligencia y su coraje no pasaron desapercibidos a sus superiores, que le
asignaron el pseudónimo de Jan Karski y le atribuyeron funciones de enlace con
el gobierno polaco en el exilio. Detenido por la Gestapo y brutalmente
torturado, no confesó nada. Gracias a un audaz plan de fuga organizado por la Resistencia, recobró
la libertad y se recuperó de sus graves lesiones. Meses después, visita el
gueto de Varsovia y se disfraza de guardia ucraniano para introducirse en el
campo de tránsito de Izbica, donde contempla horrorizado la deportación y
asesinato de familias enteras de judíos polacos: “Las imágenes de lo que presencié en el campo de extermino son, me temo,
mis posesiones permanentes. Nada me gustaría más que liberar mi mente de estos
recuerdos”. Durante muchos años, creyó que había estado en Belzec, pero
ahora sabemos que visitó un campo de tránsito. No había cámaras de gas, pero sí
vagones de ganado donde los deportados eran hacinados y trasladados a un campo
de exterminio. Karski presenció cómo los alemanes y los ucranianos disparaban
contra los judíos por diversión. “El caos, la miseria, la atrocidad de todo
esto era, simplemente, indescriptible. Había un sofocante hedor a sudor,
suciedad, descomposición, paja húmeda y excrementos. […] El hambre, la sed, el
miedo y la extenuación habían enloquecido a los judíos. Se me contó que, por lo
general, se los dejaban en el campo durante tres o cuatro días, sin comida y
sin una gota de agua”. Karski se reunió con el Estado polaco clandestino e hizo
un relato elocuente de lo que había contemplado, manifestando su convicción
moral de que no hacer nada era un crimen execrable. Opinaba lo mismo que su
admirada Zofia Kossak, la notable escritora polaca que creó con la editora y
activista socialista Wanda Krahelska-Filipowicz la organización Zegota, que
ayudaba secretamente a los judíos: “El
mundo mira esta atrocidad y se queda en silencio –escribió Zofia-. Este
silencio no se puede tolerar por más tiempo. Cualesquiera sean sus motivos, son
despreciables. Frente a los crímenes, no podemos permanecer pasivos. Aquel que
permanece en silencio frente a la masacre, se convierte en un colaborador del
asesino; aquel que no condena, consiente”.
La
noche del 17 de diciembre de 1942, Edward Raczynski, ministro de Asuntos
Exteriores del Estado polaco en el exilio, habló en la BBC, utilizando el testimonio
de Karski para denunciar el genocidio. Nadie puede negar o minimizar la
importancia de esta alocución, que pulveriza el mito de que la opinión pública
ignoraba lo que ocurría. Varios siglos de antisemitismo de origen cristiano
habían inculcado en los estratos más profundos de la mente colectiva una mezcla
de desprecio e indiferencia hacia el pueblo judío. Por eso, una buena parte de
la sociedad contemplaba con agrado cualquier iniciativa de segregación y
exclusión. Karski viajó a Londres y se entrevistó dos veces con Anthony Eden,
Ministro de Asuntos Exteriores británico. Churchill eludió recibirle. Sí lo
hizo el Presidente Roosevelt, que escuchó en la Casa Blanca su relato
sobre las penalidades del gueto de Varsovia, las deportaciones y los asesinatos
en masa, respondiendo con vaguedades o interrumpiéndole para interesarse por
las condiciones de vida de los caballos en la Polonia ocupada. Al evocar
esos encuentros a la luz de los acontecimientos posteriores, cuando la liberación
de los campos de exterminio reveló la magnitud del genocidio perpetrado por el
Tercer Reich, Karski manifestó: “La
humanidad ha cometido un segundo pecado original: por obediencia o por
negligencia, por ignorancia autoimpuesta o por insensibilidad, por egoísmo o
por hipocresía, incluso por frío cálculo. Ese pecado atormentará a la humanidad
hasta el fin del mundo. Ese pecado me atormenta. Y quiero que así sea”.
Karski se casó en 1965 con la bailarina y coreógrafa Pola Nirenska, una de las
escasas supervivientes de una familia judía polaca diezmada durante el
Holocausto. Pola se suicidó en 1992. El matrimonio no tuvo hijos. Jan murió en
Washington en 2000. En 2002, la universidad de Georgetown colocó en sus
jardines una estatua de Karski, jugando al ajedrez sobre un banco. Al pie del
monumento, puso una placa donde se lee: “Jan Karski (Jan Kozielewski),
1914-2000, mensajero del pueblo polaco ante su gobierno en el exilio, mensajero
del pueblo judío ante el mundo, el hombre que alertó sobre la aniquilación del
pueblo judío cuando aún había tiempo para detenerla. Nombrado por el Estado de
Israel Justo entre las Naciones, héroe del pueblo polaco, profesor en la Universidad de
Georgetown (1952-1992), un hombre noble que caminó entre nosotros y nos hizo
mejores con su presencia, un hombre justo”.
La
noche del 17 de diciembre de 1942, Edward Raczynski, ministro de Asuntos
Exteriores del Estado polaco en el exilio, habló en la BBC, utilizando el testimonio
de Karski para denunciar el genocidio. Nadie puede negar o minimizar la
importancia de esta alocución, que pulveriza el mito de que la opinión pública
ignoraba lo que ocurría. Varios siglos de antisemitismo de origen cristiano
habían inculcado en los estratos más profundos de la mente colectiva una mezcla
de desprecio e indiferencia hacia el pueblo judío. Por eso, una buena parte de
la sociedad contemplaba con agrado cualquier iniciativa de segregación y
exclusión. Karski viajó a Londres y se entrevistó dos veces con Anthony Eden,
Ministro de Asuntos Exteriores británico. Churchill eludió recibirle. Sí lo
hizo el Presidente Roosevelt, que escuchó en la Casa Blanca su relato
sobre las penalidades del gueto de Varsovia, las deportaciones y los asesinatos
en masa, respondiendo con vaguedades o interrumpiéndole para interesarse por
las condiciones de vida de los caballos en la Polonia ocupada. Al evocar
esos encuentros a la luz de los acontecimientos posteriores, cuando la liberación
de los campos de exterminio reveló la magnitud del genocidio perpetrado por el
Tercer Reich, Karski manifestó: “La
humanidad ha cometido un segundo pecado original: por obediencia o por
negligencia, por ignorancia autoimpuesta o por insensibilidad, por egoísmo o
por hipocresía, incluso por frío cálculo. Ese pecado atormentará a la humanidad
hasta el fin del mundo. Ese pecado me atormenta. Y quiero que así sea”.
Karski se casó en 1965 con la bailarina y coreógrafa Pola Nirenska, una de las
escasas supervivientes de una familia judía polaca diezmada durante el
Holocausto. Pola se suicidó en 1992. El matrimonio no tuvo hijos. Jan murió en
Washington en 2000. En 2002, la universidad de Georgetown colocó en sus
jardines una estatua de Karski, jugando al ajedrez sobre un banco. Al pie del
monumento, puso una placa donde se lee: “Jan Karski (Jan Kozielewski),
1914-2000, mensajero del pueblo polaco ante su gobierno en el exilio, mensajero
del pueblo judío ante el mundo, el hombre que alertó sobre la aniquilación del
pueblo judío cuando aún había tiempo para detenerla. Nombrado por el Estado de
Israel Justo entre las Naciones, héroe del pueblo polaco, profesor en la Universidad de
Georgetown (1952-1992), un hombre noble que caminó entre nosotros y nos hizo
mejores con su presencia, un hombre justo”.
El
patriotismo de Jan Karski no es un fanatismo ciego, sino una firme adhesión a
la cultura y la lengua polacas, doblemente amenazadas por la Alemania nazi y la Unión Soviética,
que nunca ocultaron su intención de invadir sus fronteras y anexionar sus
territorios. Después del infame pacto Ribbentrop-Mólotov, Polonia desaparece
como nación y sufre toda clase de agravios. El profundo sentido ético de Karski
no puede pasar por alto el sufrimiento de los niños, que pronto adquieren “el
aire circunspecto de los adultos”. La ocupación alemana se basa en la
estrategia del terror. Cualquier acto de resistencia, acarrea responsabilidades
colectivas. Por cada alemán muerto, se fusila a cien rehenes. La Resistencia se
enfrenta a un grave dilema moral, pues sus actos de sabotaje conllevan la
muerte de civiles inocentes. Sin embargo, asumen el coste con pesar. “Abandonar sus actividades por estas tácticas
crueles habría significado permitir que los alemanes alcanzasen todos sus
objetivos”. Además, “nadie presta su apoyo a quien se doblega. Éste no
tiene ninguna seguridad, ni con respecto a su trabajo, ni a su vida, ni a su
libertad”. Durante su entrevista con Borzecki, antiguo Ministro del Interior,
el ya anciano político incide en el trágico destino de Polonia: “Dios nos ha
puesto en un lugar terrible. Estamos en el más problemático de los continentes,
entre vecinos poderosos y rapaces. Durante siglos, nos hemos visto obligados a
pelear por nuestra mera existencia”. Borzecki piensa que la Resistencia no pude
limitarse a la lucha contra el invasor. Polonia sólo podrá subsistir como
nación creando un verdadero Estado clandestino. Karski señala que los
socialistas son el núcleo más combativo de la Resistencia. Desempeñaron
un papel esencial en la defensa de Varsovia. El líder socialista e intelectual
Mieczyslaw Niedzialkowski se negó a firmar la capitulación e incluso a
aceptarla. Esperó a los alemanes en su propio domicilio, sin ocultar o
disimular su identidad. Ya en las manos de la Gestapo, Himmler le
interrogó personalmente, preguntándole qué esperaba de los alemanes.
Niedzialkowski alzó sus gafas despectivo y le contestó con displicencia: “De ustedes ni quiero ni espero nada. Yo
combato contra ustedes”. Himmler ordenó su fusilamiento. Niedzialkowski
fue uno de los 3.500 escritores, periodistas, intelectuales, artistas,
políticos, líderes sindicales, deportistas y maestros polacos asesinados en las
lindes del bosque de Kampinos, cerca de la aldea de Palmiry. Palmiry fue el escenario equivalente a Katyn.
Dos lugares tristemente célebres por la barbarie totalitaria contra las élites
culturales polacas. Durante la Operación
Intelligenzaktion, los nazis eliminaron a 60.000 polacos
que ocupaban puestos de responsabilidad en el ámbito de la política, la
educación, la judicatura y la religión. Su intención era descabezar y aniquilar
la identidad polaca. Stalin, con una perspectiva más militar, ordenó el
fusilamiento de 22.000 oficiales del ejército polaco en Katyn. Según el
historiador inglés Norman Davies, las autoridades soviéticas y alemanas
coordinaron sus matanzas y se ayudaron mutuamente. La persecución de los
intelectuales polacos no se interrumpió hasta el fin de la guerra. Es
particularmente conocida la ejecución de 45 profesores de la Universidad de Lodz,
que murieron con sus familias e invitados. Entre ellos, se hallaba Tadeusz
Boy-Zelenski, ex primer ministro polaco. Otros murieron en guetos, campos de
concentración o la masacre de Ponary, donde se fusiló a 70.000 judíos, 20.000
polacos y 10.000 rusos.
Karski actuó como mensajero de los cuatros grandes partidos polacos: el Partido Socialista, el Partido Nacional, el Partido Campesino y el Partido Cristiano del Trabajo. Su misión era transmitir sus proposiciones al gobierno en el exilio, sin utilizar su cargo para beneficio personal y sin revelar la información confidencial que reservaba cada partido para sus representantes en Londres. Karski se sintió muy honrado y consideró que reflejaba fielmente la voluntad de sus compatriotas: “El pueblo polaco jamás reconoció la ocupación alemana, y no podía haber más dudas en cuanto a esto porque, de todos los países ocupados, Polonia fue el único en el que nunca surgió algo ni remotamente parecido a un cuerpo legal o pseudolegal de polacos que colaborasen con los alemanes. De hecho, en toda Polonia, en la administración controlada por los alemanes, no hubo un solo cargo político ejercido por un polaco; ni una sola provincia tuvo a un polaco a la cabeza”. Karski es traicionado y cae en manos de la Gestapo. Encerrado en el cuartel militar eslovaco de Presov, un inspector gordo y brutal le advierte que el heroísmo de los polacos sólo le produce indiferencia. Golpeado con porras de caucho, la violencia física se alterna con la manipulación psicológica. A pesar del dolor y la humillación, Karski no confiesa, pero intenta suicidarse con una cuchilla de afeitar, abriéndose las venas en su celda. No es una decisión fácil para un católico convencido, pero entiende que la prioridad es proteger a sus camaradas de la Resistencia y no está seguro de aguantar una nueva sesión de tortura. “A menudo me había preguntado en qué pensaban las personas que morían por un ideal. Estaba seguro de que se veían absortos en grandiosos y elevados pensamientos acerca de la causa por la que pronto iban a dar la vida. Francamente, me sorprendió descubrir que no era así. Sólo sentía un odio y un asco inmensos, que superaban incluso el dolor físico”. Trasladado a un hospital de las SS, la Resistencia logra rescatarlo y devolverlo a la lucha clandestina, pero su carácter reflexivo y escrupuloso de no se adapta a la crudeza de la guerra. Cuando sus compañeros ahorcan a un traidor, experimenta horror y repugnancia. “Eres demasiado delicado para el trabajo duro”, le comenta Danuta, una joven de la Resistencia, que más tarde sería torturada y fusilada con toda su familia. “No tienes que sentirte avergonzado por no haber ayudado con el ahorcamiento. Ése era un trabajo para un muchacho de campo, musculoso y con buen estómago”. Estremecido por la experiencia, Karski continúa pese a todo con su labor de enlace, viajando por Europa bajo una identidad falsa. Pasa varias temporadas en Alemania, confirmando que la sociedad apoya a Hitler, sin cuestionar el exterminio de los judíos ni las tácticas de la “guerra total”, que contempla el salvaje bombardeo de las ciudades, incluso después de su rendición, como fue el caso de Rotterdam. Detenido por los nazis, su hermano mayor, Marian, pasa un tiempo en Oswiecim, el cuartel de la antigua unidad militar de Karski. Los nazis han cambiado su nombre. Ahora se llama Auschwitz y funciona como un campo de exterminio. Marian es liberado por una confusión burocrática y le habla del espanto que acontece entre sus alambradas. Aún no se han instalado las cámaras de gas, pero se asesina a los deportados con el monóxido de carbono de los camiones.
Karski descubre que la poesía no es un simple género
literario, sino la expresión de los anhelos más profundos del ser humano.
Durante los tiempos de paz, el poema puede ser la expresión de una subjetividad
exasperada, pero en las épocas de crisis se convierte en un acto de resistencia, donde el nosotros absorbe al yo y se produce un
sentimiento de fraternidad colectiva. “Hasta la guerra, nunca había comprendido
la tremenda influencia que podía ejercer la poesía en la gente que lucha por un
ideal. Prácticamente no había periódico clandestino que no publicase versos de
nuestros poetas, entre ellos, Adam Mickiewicz, Juliusz Slowacki, Cyprian Norwid
y Maria Konopnicka”. Los periódicos clandestinos consiguen el papel gracias a
las autoridades alemanas, que “son corruptas hasta la médula”. Karski homenajea
a las mujeres de la
Resistencia, señalando su heroísmo y su capacidad de
sacrificio, raramente recompensados por honores y cargos. Es inevitable pensar
en Irena Sendler (Varsovia,
1910-2008), la enfermera y trabajadora social polaca que salvó la vida de más
de 2.500 niños judíos del infame gueto de Varsovia. Hija de un médico católico
que murió por atender a los enfermos de tifus rechazados por sus colegas, Irena
presenció cómo su padre prestaba indistintamente sus cuidados a las familias
judías y gentiles. Su ejemplo le empujó a integrarse en la red clandestina
Zegota, con el pseudónimo de Jolanta. Irena comenzó a sacar del gueto a niños
judíos, ocultándolos en sacos, bolsas de patatas, cajas de herramientas, cestos
de basura, ataúdes. Los nazis le permitían entrar en el recinto amurallado para
que tratara a los afectados por enfermedades contagiosas, pues temían la
propagación de epidemias al resto de la ciudad. Irena entregaba los niños a
familias polacas dispuestas a esconderlos, pese a que los alemanes habían establecido
la pena de muerte para cualquiera que ayudara o escondiera a los judíos. Irena,
que a veces paseó con la estrella amarilla por solidaridad o, simplemente, para
pasar desapercibida, elaboró un archivo para anotar los nombres de los niños y
sus nuevas identidades, con la esperanza de que algún día se reunieran con sus
familias o, al menos, conocieran su verdadera historia. El 20 de octubre de
1943 fue detenida por la
Gestapo y encarcelada en la terrorífica prisión de Pawiak,
donde los alemanes asesinaron a unas 37.000 personas. Torturada sin piedad, no
dijo ni una palabra. Gracias a un soborno de la Resistencia, se libró
de ser ejecutada. Un soldado le permitió escapar cuando se dirigía al paredón
con otras reclusas que no tuvieron la misma suerte. A pesar de sus graves
heridas, Irena participó en el levantamiento de Varsovia en octubre de 1944 e
increíblemente sobrevivió. 250.000 compatriotas perdieron la vida y Varsovia
fue destruida casa por casa, con lanzallamas y explosivos. Al otro lado del
Vístula, el Ejército Rojo contempló la tragedia sin intervenir. Stalin no
permitió que sus tropas cruzaran el río y apoyaran la rebelión, pues entendía
que una Polonia destruida no podría oponerse al dominio soviético. Socialista y
católica, el régimen comunista hostigó e interrogó a Irena, mientras relegaba
el genocidio judío a una posición marginal en la historia polaca. “La razón por la cual rescaté a los niños
–explicó Sendler años más tarde- tiene su origen en mi hogar, en mi infancia.
Fui educada en la creencia de que una persona necesitada debe ser ayudada de
corazón, sin mirar su religión o su nacionalidad”. En 1965, el Yad
Vashem le otorgó el título de Justa entre las naciones y la nombró ciudadana
honoraria de Israel. En 2003, el gobierno de Polonia le concedió la Orden del Águila Blanca, la
más alta distinción para el mérito civil y militar, y en 2007 presentó su
candidatura al Premio Nobel de la
Paz, con el apoyo del Estado de Israel. Lamentablemente, Al
Gore le arrebató el galardón. Objeto de inacabables visitas y reconocimientos,
comentó espontáneamente: “Estoy muy cansada; esto no es para mí”. Y añadió: “Mis actos a favor de las víctimas fueron la
justificación de mi existencia en la tierra, y no un título para obtener la
gloria”.
Karksi
elogia a las mujeres que participaron en la Resistencia (“eran
quienes más sufrían y la mayor parte de las veces perdían la vida”), sin
condenar a las que mantuvieron relaciones con los alemanes, muchas veces bajo
coacciones insalvables. El extraordinario temple moral de Karski se manifiesta
al comentar el caso de una mujer obligada a ser la amante de un funcionario
alemán, sin que eso impida que distribuya periódicos clandestinos. “Todo el
mundo la mira con ira, [pero] no es tan sencillo. En esta guerra, las mujeres sufren más que los hombres”. Poco
antes de entrar clandestinamente en el gueto de Varsovia y el campo de tránsito
de Izbica, Karksi se entrevista con dos líderes de la Resistencia judía: el
abogado y ex diputado Ignacy Schwarzbart y Szmul Zygielbojm, figura destacada
de la Unión General
de los Obreros Judíos. Los dos se quejan de la pasividad de los aliados ante la Shoah: “¿Por qué el mundo permite que muramos todos?
¿No hemos contribuido a la cultura, a la civilización? ¿No hemos trabajado,
combatido y sangrado?” Le informan de que más de un millón ochocientos
mil judíos ya han sido asesinados. “Vosotros, los demás polacos, sois
afortunados. Sufrís también. Muchos moriréis, pero al menos vuestra nación
seguirá viva. Después de la guerra, Polonia resucitará, […] pero los judíos
polacos ya no existirán más. Todos desapareceremos. Estaremos muertos. Tres
millones. Hitler perderá su guerra contra la humanidad, la justicia y el bien,
pero ganará su guerra contra los judíos de Polonia. No, no será una victoria;
el pueblo judío será asesinado”. Szmul
Zygielbojm, llamado “Artur”, había nacido en una familia humilde cerca
Borowica, en las proximidades de Chelm (Lublin). En 1939, participó activamente
en la defensa de Varsovia y cuando se firmó la capitulación, se ofreció para
ser uno de los veinte rehenes exigidos por los alemanes para ocupar
pacíficamente la ciudad. Viajó a Londres, París y Nueva York para denunciar el
genocidio de los judíos polacos, pero sólo cosechó indiferencia o buenas
palabras. Su mujer y su hijo perecieron en la rebelión del gueto de Varsovia
entre abril y mayo de 1943. Abatido y desesperanzado, se suicidó, no sin antes
escribir una carta dirigida al Presidente de la República de Polonia,
Wladyslaw Raczkiewicz, y al primer ministro, Wladyslaw Sikorski: “Por medio de
mi muerte, desearía alzar la protesta más ardiente contra la pasividad con la
cual el mundo contempla y tolera el exterminio total del pueblo judío. […]
Quizá, con mi muerte, contribuya a vencer la indiferencia de quienes aún pueden
salvar a los judíos de Polonia”. Meses más tarde, Karski escribiría consternado que el suicidio de Szmul Zygielbojm era uno
de los hechos más trágicos de la guerra. Su muerte “no tuvo ni un atisbo
de consuelo. Fue autoimpuesta y por completo desesperada. Me pregunto ahora
cuántas personas pueden comprender lo que significa morir como lo hizo él, por
una causa que sería victoriosa, aun con la certeza de que la victoria no
impediría el sacrificio de su pueblo, la aniquilación de todo aquello que más
sentido albergaba para él. De todas las
muertes acaecidas en esta guerra, la de Zygielbojm es, ciertamente, una de las
más aterradoras, la revelación más cruda de hasta qué punto el mundo se ha
vuelto frío y hostil, y las naciones y los individuos se encuentran separados
por inmensos abismos de indiferencia, egoísmo y crueldad”.
Durante el encuentro, Schwarzbart y Zygielbojm le comunican que se prepara un levantamiento en el gueto de Varsovia: “Veremos si los judíos aún podemos hacer valer el derecho a morir luchando, y no, como ordenó Hitler, morir sufriendo”. Le advierten que lo que presenciará en el gueto y en el campo de concentración le producirá una conmoción interior y dejará terribles secuelas en su memoria. Karski accede por un pasadizo secreto, con un traje viejo y andrajoso y una gorra hundida hasta las cejas. De inmediato, se encuentra con hambre, miseria, cadáveres desnudos. Las familias arrojan los cuerpos a la calle, pues no pueden pagar la tasa de enterramiento impuesta por los alemanes. Les quitan la ropa, pues cada trozo de tela es importante en un ambiente de extrema pobreza. Algunos niños juegan en la calle, con sus bracitos y sus piernas desnutridas y sus vientres monstruosamente hinchados. “Juegan antes de morir –observa el acompañante de Karski-. En realidad no juegan. Sólo hacen como si jugasen”. Su visita al campo de tránsito de Izbica es aún peor, pues allí observa a una multitud desnuda que es introducida en trenes, obligando a los últimos a trepar sobre las cabezas de los que han subido primero. Sin alimentos ni agua desde hace varios días, actúan como animales acorralados, que luchan por sobrevivir a cualquier precio. En el interior de los vagones, hay cal viva, que burbujea y echa vapor al absorber el sudor, generando calor y horribles quemaduras en la carne. La intención de los nazis es que se cumpla la voluntad del Führer, según la cual los judíos debían agonizar lenta y dolorosamente. Karski ha llegado hasta allí gracias a un guardia ucraniano, que ha aceptado un soborno. Su primera impresión es que se trata de “un hombre simple, común, ni particularmente bueno ni malo. Sus manos eran las de un buen granjero, callosas y ágiles. Probablemente, eso haya sido en tiempos normales, así como un buen padre, un hombre hogareño, que iba a la iglesia con regularidad”. Sin embargo, hablaba del exterminio de los judíos con la tranquilidad de un carpintero que comenta los aspectos técnicos de su oficio. Una vez más se confirma la tesis de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal. El genocidio de judíos, gitanos, eslavos, discapacitados, testigos de Jehová, comunistas, homosexuales y otras minorías fue concebido por mentes diabólicas (Hitler, Himmler, Heydrich, Eichmann, Goebbels, Goering e incluso Speer, que logró seducir al tribunal aliado de Núremberg con su inglés impecable y sus modales de alta burguesía), pero fue ejecutado por hombres comunes, que sucumbieron a las tendencias más destructivas y aberrantes de la especie humana.
Durante el encuentro, Schwarzbart y Zygielbojm le comunican que se prepara un levantamiento en el gueto de Varsovia: “Veremos si los judíos aún podemos hacer valer el derecho a morir luchando, y no, como ordenó Hitler, morir sufriendo”. Le advierten que lo que presenciará en el gueto y en el campo de concentración le producirá una conmoción interior y dejará terribles secuelas en su memoria. Karski accede por un pasadizo secreto, con un traje viejo y andrajoso y una gorra hundida hasta las cejas. De inmediato, se encuentra con hambre, miseria, cadáveres desnudos. Las familias arrojan los cuerpos a la calle, pues no pueden pagar la tasa de enterramiento impuesta por los alemanes. Les quitan la ropa, pues cada trozo de tela es importante en un ambiente de extrema pobreza. Algunos niños juegan en la calle, con sus bracitos y sus piernas desnutridas y sus vientres monstruosamente hinchados. “Juegan antes de morir –observa el acompañante de Karski-. En realidad no juegan. Sólo hacen como si jugasen”. Su visita al campo de tránsito de Izbica es aún peor, pues allí observa a una multitud desnuda que es introducida en trenes, obligando a los últimos a trepar sobre las cabezas de los que han subido primero. Sin alimentos ni agua desde hace varios días, actúan como animales acorralados, que luchan por sobrevivir a cualquier precio. En el interior de los vagones, hay cal viva, que burbujea y echa vapor al absorber el sudor, generando calor y horribles quemaduras en la carne. La intención de los nazis es que se cumpla la voluntad del Führer, según la cual los judíos debían agonizar lenta y dolorosamente. Karski ha llegado hasta allí gracias a un guardia ucraniano, que ha aceptado un soborno. Su primera impresión es que se trata de “un hombre simple, común, ni particularmente bueno ni malo. Sus manos eran las de un buen granjero, callosas y ágiles. Probablemente, eso haya sido en tiempos normales, así como un buen padre, un hombre hogareño, que iba a la iglesia con regularidad”. Sin embargo, hablaba del exterminio de los judíos con la tranquilidad de un carpintero que comenta los aspectos técnicos de su oficio. Una vez más se confirma la tesis de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal. El genocidio de judíos, gitanos, eslavos, discapacitados, testigos de Jehová, comunistas, homosexuales y otras minorías fue concebido por mentes diabólicas (Hitler, Himmler, Heydrich, Eichmann, Goebbels, Goering e incluso Speer, que logró seducir al tribunal aliado de Núremberg con su inglés impecable y sus modales de alta burguesía), pero fue ejecutado por hombres comunes, que sucumbieron a las tendencias más destructivas y aberrantes de la especie humana.
Jan
Karski no pudo contemplar el resurgimiento de Polonia como nación libre y
soberana. La Unión
Soviética de Stalin frustró ese sueño. Exiliado en Estados
Unidos, dedicó el resto de su vida a la docencia universitaria en la Escuela de Servicio
Exterior de la Universidad
de Georgetown. Entre sus alumnos, hay que citar a Bill Clinton. En 2012, Barack
Obama le concedió a título póstumo la Medalla Presidencial
de la Libertad. Historia
de un Estado clandestino es un documento de importancia capital, que contribuye
a desmontar el presunto desconocimiento aliado del genocidio del pueblo judío.
Karski afirmaba que él era un hombre insignificante, pero entendía que su
misión era realmente importante. “Yo sólo era un disco de gramófono que
reproducía mensajes o relataba hechos”. Con el aliento de los grandes
historiadores y diplomáticos, Karski actualiza el sufrimiento de los polacos y
los judíos durante la
Segunda Guerra Mundial, subrayando la naturaleza excepcional
de la Shoah. No
es el único genocidio, pero su carácter sistemático e industrial lo convierte
en un fenómeno inaudito que pone en tela de juicio nuestra tradición
cultural. No creo que se pueda responsabilizar a la Ilustración del
nazismo. El progreso científico no condujo a Auschwitz, pese a que se aprovechara
el avance técnico de la época para incrementar las matanzas y eliminar los
cadáveres. Tampoco me parece justo situar en el mismo plano al nazismo y el
comunismo, pues el nazismo es una ideología intrínsecamente perversa y el
comunismo es una teoría crítica sobre la sociedad capitalista, cuyo objetivo es
acabar con la explotación laboral y las desigualdades. El nazismo hunde sus
raíces en el antisemitismo cristiano y el darwinismo social, adoptando una
política exterminadora para realizar el sueño de una humanidad exenta de dudas
e imperfecciones. En realidad, sería más correcto hablar de una humanidad
deshumanizada, donde el ideal comunitario aniquila al individuo. Sin
embargo, el individuo es lo específicamente humano, pues encarna la posibilidad
de la diferencia y la libertad personal. Karski es católico, pero no
alberga prejuicios antisemitas. No siente ningún aprecio por Stalin, pero
admira a los socialistas y a los líderes obreros. Es demócrata, pero le repugna
el frío pragmatismo de Churchill y Roosevelt, que no hacen nada para evitar el
exterminio de los judíos. Su ejemplo es la prueba de que el futuro de la
humanidad depende de unos pocos hombres buenos, sin miedo a la duda, la
rectificación o el examen de conciencia.
Artículo publicado en
Grandes Obras de
El Toro de Barro
PVP: 8 euros Pedidos
a:
edicioneseltorodebarro@yahoo.es
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1 comentario:
EL HOLOCAUSTO ES OTRO MÍTO JUDÍO: No es posible que Karski en su denuncia, haya olvidado mencionar el exterminio masivo en las cámaras de gas, y solo se refiriera a las condiciones infrahumanas en las que sobre vivían los detenidos a causa de la guerra, por ello pedía que fueran liberados lo antes posible
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