El Arte y la Historia en la Shoa
Dadas la peculiar naturaleza de la Shoa y las implicaciones de la misma en la conciencia que de sí mismo tiene el mundo de Occidente, no deja
de ser comprensible que la historiografía haya rechazado de plano, y durante
mucho tiempo, cualquier tipo de consideración que acentúe la excepcionalidad
del Holocausto en el transcurso del devenir humano y que, por esa misma razón,
procure adecuar sus manifestaciones al amplio conjunto de crímenes contra la
humanidad que el desbordamiento de los límites morales al ejercicio de la
violencia operado en la II
Guerra Mundial hizo humanamente posibles. Actuar de otro modo, aceptar otra cosa,
habría supuesto poner en evidencia el principio de la moderna sociología
histórica que establece que ninguna acontecimiento colectivo puede explicarse
fuera del contexto histórico concreto en que dicho acontecimiento tiene lugar. Si la historiografía
no ha podido –se nos dice– cumplir esos objetivos no ha sido porque el
Holocausto sea como ese gigantesco océano de la parábola agustiniana que un
niño quería encajar inútilmente en un pequeño agujero que él mismo había
excavado en la arena de la playa, sino por el empeño de muchos por mantener
vigente la memoria de la tragedia judía más allá de las circunstancias que le dieron origen y explicaan su desarrollo, y a expensas -incluso- de la misma “verdad.” Concurrirían en esta manipulación variados y muchas veces contrapuestos
intereses, como pueden serlo los del sionismo o los del imperialismo
norteamericano, o los de la misma izquierda política de occidente
obstinadamente empeñada en alejar la mirada de las masacres provocadas por el
totalitarismo comunista...
Paul Celan |
Curiosamente, entra los múltiples protagonistas de esa oscura conspiración contra la Historia de la que se nos advierte, los historiadores no han dejado de señalar al mundo periodístico, artístico,
editorial o cinematográfico. Entra dentro de la lógica que, desde la
historiografía, se cuestionen las «visiones» de la Shoa desarrolladas fuera de
la más que discutible asepsia de su método, y que se aduzca para ello la escasa
objetividad de las fuentes conque muchas de ellas fueron construidas, o la
cuestionable capacidad de su lenguaje para representar verazmente lo que
ocurrió.[14] Pero una cosa es relativizar su importancia como elementos
para el análisis histórico y otra, muy distinta, acusarlas de -en palabras de Ian Kershaw- tergiversar la
realidad del Holocausto para beneficiarse de las expectativas de mercado
abiertas por «la macabra fascinación a que induce por sí misma la estética
hitleriana del poder absoluto».[15] Aun siendo
cierto que algunas han dado lugar a más de una impostura, si lo esencial de las imágnes de la Shoa proporcionadas por el mundo del Arte ha podido sobrevivir durante tantas décadas es porque tenía detrás una
realidad documentalmente verificable y la memoria viva de los supervivientes: la «negra leche» del alba no era una matéfora de un poeta que, como Paul Celan, se sentía acosado por la culpa de haber sobrevivio a la catástrofe, sino la descripción exacta de la leche que los nazis proporcionaban a los judíos bajo su custodia...
Nelly Sachs |
Por lo demás, tampoco sería justo olvidar que fueron precisamente ajenos a los métodos de la historia los encargados de minar la credibilidad de los esfuerzos desplegados por los estamentos
políticos y la historiografía oficial para convertir la Shoa en algo no más sólido
que un sordo rumor de dudosa verosimilitud. Hoy lo sabemos: sabemos que la necesidad de perdón que lleva aparejado el final de toda guerra; la conveniencia de no
agitar aún más el gigantesco problema de los refugiados judíos; la presencia de
antiguos colaboracionistas en las instituciones públicas, y –sobre todo– la
necesidad de hacer de Alemania un aliado fiel frente a la Unión Soviética,
llevaron a las autoridades políticas y académicas europeas a reducir el
Holocausto a un lugar secundario de la Historia de Occidente. En estas condiciones, se
hacía extremadamente difícil no ya que Europa alcanzara una clara conciencia de
lo que había ocurrido, sino que los historiadores pudiera ofrecer a la sociedad
civil un mínimo conocimiento de los hechos. De hecho, salvo León Poliakov –El
III Reich y los judíos (1951)–, nadie se opuso a la versión enunciada por Sir
Winston Churchill en La II
Guerra Mundial (1948-1953), en Historia de los pueblos de
habla inglesa (1956-1958) y, sobre todo, en sus Memorias (1948-1954), que coincidía en lo esencial con las conclusiones del Proceso de Nuremberg
(1945-1946), que, como sabemos,
no vio indicios de la existencia de un programa de exterminio
específicamente
diseñado y dirigido contra los población judía, sino la consecuencia de
los acontecimientos militares derivadados de la entreda de Rusia en el
conflicto bélico. En este sentido, conviene no olvidar que el temprano e
incesante goteo de reportajes periodísticos que siguieron al Proceso de
Nuremberg;[16] las espantosas
revelaciones proporcionadas en los años sesenta por la emisión televisiva del
juicio contra Eichmann en Israel y del Proceso de Francfort contra Auschwitz,[17] y –finalmente–
la publicación a partir de la década de los setenta de las memorias con que
tanto las víctimas como los verdugos quisieron dar testimonio de lo que había
sido este aparentemente inenarrable episodio de barbarie,[18] fueron en su conjunto los responsables de sacar el
Holocausto fuera y extremadamente lejos de los inhóspitos archivos de las
cancillerías y de los impermeables farallones de las instituciones académicas,
universalizando el «conocimiento» de los hechos y embarcando a la opinión
pública en la delicadísima tarea de conformar, poco a poco, una «conciencia»
precisa de esos mismos hechos que sirviera para, en la medida de lo posible,
restaurar los principios sin los que en modo alguno podría hablarse de
civilización.
Jiri Orten |
La concesión en 1966 a una poeta como Nelly Sachs del
Premio Nobel de Literatura puso de manifiesto que, mucho antes de que la Historiografía
pudiera comenzar a hacerlo, la literatura había iniciado su propia
reflexión en los años más tempranos de posguerra. Eran los tiempos en que el
impactante dictat de Theodor Adorno advertiendo de que, después de Auschwitz,
la poesía no era ya posible, venía a cristalizar no sólo las enormes
dificultades morales que aquejaba al mundo Arte en su complejo empeño de
encontrar una lenguaje apropiado para evocar la tragedia, sino también
la “renuncia” de los grandes emporios de la industria editorial y
cinematográfica a escarbar en los cienos de un pasado devastador a cuyo
«conocimiento» convenía poner sordina. Fue preciso esperar a los años sesenta
para que el enjuiciamiento de Adolf Eichmann rompiera definitivamente las
inercias que, hasta entonces, habían acantonado el mundo editorial y
cinematográfico en el más incómodo de los silencio.
Miklos Radnoti |
El papel jugado por la industria del cine a partir de los años
sesenta resultó capital. Basada en las memorias de los supervivientes y en la
literatura surgida en torno al genocidio, la filmografía es realmente
excepcional. La lista es larga y no siempre edificante. Sin ánimo de dar cuenta
exhaustiva de lo hecho, merecería la pena recordar algunos títulos. El más temprano de
ellos fue El Diario de Ana Franck, de George Stevens, que acaparó varios Oscar
en 1960. Un año después, sería Stanley Kramer quien lo obtuviera con su
película Vencedores o vencidos (1961), que puso sobre la mesa el problema de la culpabilidad colectiva de Occidente. El jardín de los Finzi-Contini (1971), de
Vittorio de Sica, se detuvo en la incapacidad de la aristocracia judía europea
para prever lo que, estando a punto de ocurrir, parecía imposible que
ocurriera. La lista de Schindler (1993), situó el punto de mira en la
explotación esclavista de los judíos que iban a morir y en su papel en la
economía del III Reich, prestando especial atención al conflicto moral desencadenado en algunos sectores
de la sociedad alemana el conocimiento de la Catástrofe. La vida
es bella (1998), de Roberto Benigni, nos arrastró hacia la imaginación como
única forma de proteger la propia humanidad frenta al terror y al miedo. En Amén (2002), Costa-Gavras ha sondeado los silencios –no totalmente aclarados todavía – de la Iglesia Católica
ante el Holocausto, y Roman Polanski, con El pianista (2002), metió el dedo
en la desconcertante dualidad moral de los verdugos.
Tampoco el mundo de la dramaturgia permaneción ajeno a estas relfexiones. Es el caso de La indagación
(1965), de Peter Weiss, que adoptó un formato similar al que utilizó Stanley Kramer en su recordada película Vencedores o vencidos (1961), escenificando un juicio en el que todos los personajes –víctimas, verdugos, jueces...–
manifiesten su visión de la tragedia. Con Ghetto (1984), el israelí Yehoshúa
Sobol se detuvo –para alarma de los sectores más puristas del mundo
judío– en poner de manifiesto, con sus luces y sus sombras, la normalidad
humana de las víctimas, aflojando la importancia de su adscripción religiosa en la particular tragedia de cada una de ellas. Rolf Hochhuth,
en El Vicario (1963), se centró en la cómplice actitud del mundo católico frente
al Holocausto. En España, merece destacarse a Julio
Clemente Lourtau y a Carlos Morales, cuyos Guantes de piel
humana (estranados por primera vez en 1978) hicieron del Holocausto un canto universal contra el espíritu del
totalitarismo.
Un momento de la representación de Guantes de Piel Humana (2009),
de Carlos Morales y Julio Clemente Lourtau, ambos en escena
Al igual que ocurrió con la industria del cine,
el papel
desarrollado por el mundo editorial en la creación de un cuerpo sólido
de «conocimiento» y de «conciencia» en torno al Holocausto estuvo
igualmente condicionado por los intereses políticos, aunque su notorio
menor peso en la conformación de la cultura de masas le permitió, de
cara a los Estados, una mayor libertad de acción. De hecho, fue,
precisamente, en el campo editorial donde se dieron los más tempranos y
madrugadores resplandores de la gran tragedia. Ya en los años cuarenta
salieron algunas ediciones capitales que gozaron de una enorme y
creciente proyección, pertenecientes todas ella al género de la «memoria autobiográfica», un paisaje fronterizo y delicado de analizar,
toda vez que en él conviven textos de gran interés sociológico nacidos con el
sólo objetivo de narrar sin demasiadas ambiciones literarias la propia
experiencia personal con otros en los que se percibe con minuciosa evidencia cómo sus autores han
intentado hacer del universo vital al que se enfrentaron el origen de una
literatura moral, reflexiva y perdurable.[19] Dentro de este abigarrado conjunto caben destacar el Diario de Ana Frank; la edición de Un psicólogo en un
campo de concentración (1946) de Victor E. Frankl (1946); los Informes y de Peter Weiss (1948). Sin embargo, fue a partir de la década de los sesenta cuando el proceso de Eichmann acabo
rompiendo los grilletes que habían reducido la voz del mundo editorial a un simple murmullo. La
proliferación de
todo tipo de ediciones memorialista que, además, ostentaban una gran
calidad literaria, ha sido tan enorme desde aquel momento, que hay
quien,
autorizadamente, puede hablar –como en el cine– de un género literario
específico cuya diversidad tipológica está pidiendo a gritos una clara
sistematización[20]. De fecha mucho más recientes resultan de obligada referencia las obras de Michel del
Castillo (Tangui, 1979), Giuliana Tedeschi (Hay un punto de la tierra, 1988),
Marc Dvorjetski (La victoria del Ghetto, 1982, Ed. francesa), Violeta Friedmann
(Mis memorias, Planeta, Barcelona 1997) y Wladyslaw Szpilman (El pianista,
1999). Mención aparte ha de hacerse de algunos otros escritores, cuya
impronta sobre el alma de Occidente ha sido capital; entre ellos cabe
destacar a Primo Levi, cuyos textos configuran los que son, sin duda, alguna los mejores lienzos de la realidad dantesca de los
campos de concentración, y los mejores y más perspicaces sondeos del
alma de los verdugos[21],el Premio Nobel de la Paz Elie Wiessel[22] o el español Jorge Semprún[23]
Una de las variantes más luminosas de la literatura de la Shoa se halla en la «novela»,
cuyo relativo distanciamiento del fenómeno ha permitido a los autores ciertas
libertades que no siempre han sido bien vistas por los puristas, pero que, en
su conjunto, han logrado hacernos visualizar la atmósfera delirante en que se
ejecutó el genocidio y abrir nuevas y fructíferas líneas de pensamiento que, en
su mayor parte, han tendido a perfeccionar la «conciencia del Holocausto» y a
dar coherencia al conjunto de actitudes y valores conque Occidente ha ido, poco
a poco, enhebrando su compleja respuesta al espíritu del totalitarismo. Abrieron la senda El último justo (1959), de André
Schwarz-Bart, y El jardín de los Finzi-Contini (1962), de Giorgio Bassani. En 1968, el israelí Yoram Kaniuk publicó Adán, hijo de perro, que
narra la delirante historia de un judío convertido en un can y entrenado para
divertir a los que han de morir y que, llegado a Israel, se convierte en truhán
y rey visionario de una banda de locos. A la lista interminable se unió en los
setenta el húngaro y reciente Premio Nóbel de Literatura Imre Kertész, cuya
novelística –de Sin destino (1975), y Kaddis por el niño no nacido (1990)
tenemos traducción en castellano– constituye un irónica inmersión en los impulsos
monstruosos que anidan en el alma humana y en los efectos devastadores del odio
sobre el espíritu de los hombres que se ven obligados a crecer en él.
Publicadas en el año 2003 por la editorial española El Toro de Barro en su
«Biblioteca del Holocausto», las páginas de La cicatriz del humo de la
escritora israelí Amela Einat advirtieron de la inevitable proyección de la
experiencia de dolor de la Shoa
sobre la vida de las más jóvenes generaciones de Israel.
En el ámbito de las letras españolas cabe destacar, por su tempranía, la novela K. L Reich (1963) del español Joaquín Amat-Piniella, cuyas
estremecedoras páginas narran las dramáticas dificultades para mantener la
dignidad allí donde a crueldad humana había sido llevada al más extremo de sus
límites. Después de un largo silencio, la narrativa en torno al Holocausto volvió a despegar en la década de los noventa. M. Ángels Anglada publicó en El violín de Auschwitz (Alfaguara, 1997)
la historia de un judío cuya vida habría de durar lo que tardara en construirlo
para su verdugo; Vicenç Villatoro reflexionó en Memoria del traidor (Ediciones
62, 1998) sobre la condición moral de los judíos que se vieron obligados a
"administrar" el destino de sus compañeros en los campos de
concentración, y Juan José Delgado lo hizo en la Fiesta de Los Infiernos (El
Toro de Barro, 2002) sobre el modo silencioso conque la mentalidad totalitaria
avanza inexorablemente en el seno de las sociedades democráticas. Finalmente,
en su Velódromo de invierno (Seix Barral, 2003), Juana Salabert nos situaría en
la experiencia vital de una mujer que, siendo niña, logró zafarse de morir en
Auschwitz tras huir y abandonar a su familia en el velódromo en que fueron
recluidos 13000 judíos franceses antes de ser, finalmente, arrojados a las
cámaras de gas.
Cualquier inventario que se haga sobre las
aportaciones del Arte al conocimiento de la Shoa y a la construcción de la «memoria» y de la
«conciencia» que se ha llegado a tener de la Catástrofe será siempre
necesariamente enteco. Al hacerlo aquí, no se pretende competir con la Historia por ninguna
prelatura ni establecer qué disciplina es la que tiene mayor capacidad de
representación de la realidad porque –a pesar de trabajar con materiales y
métodos distintos– artistas, periodistas e historiadores han contribuido en conjunto
a crear en torno al Holocausto un marco pluridisciplinar de conocimiento –y de
conciencia– del que ninguno de ellos puede prescindir. Sólo se quiere afirmar
que, mucho antes de que los historiadores comenzaran a descubrirnos, bien
entrados los años setenta, la “verdad documental” del genocidio perpetrado por
los nazis, la “canalla” del Arte había logrado extender sobre Occidente la
inquietud y la zozobra generada por aquellos tiempos de dolor. No sólo ayudaron
a minar con ello el confortable espacio de silencio en que la clase política y
las instituciones habían reducido al mínimo la visión de aquella frustrante
vergüenza: también acertaron a configurar ese abigarrado mundo de «imágenes»
que necesitábamos para tomar «conciencia» de nuestra propia responsabilidad.
Más allá de los atentados cometidos en su nombre contra la “verdad” histórica y
contra la salud estética, el Arte nos ofreció en su conjunto un paisaje
bastante verosímil que nos hizo posible reconocernos en las sombras más oscuras
de nuestra Civilización. Argüir, como se ha hecho, que las limitaciones del
lenguaje del Arte hacen imposible representar con él un acontecimiento que,
como el Holocausto, supera los límites de la comprensión humana, supone olvidar
que, precisamente, ese lenguaje ha sido el único con el que el hombre mismo ha
sido capaz de enfrentarse con su finitud a lo inexplicable. Si la idea de Dios
no pudo escapar a los deseos de representación de lo inefable conque los
artistas intentaron suplir, en otras épocas, las limitaciones de la filosofía,
¡qué no decir de la muerte o del dolor que dejó a su paso el acto de crueldad
más grande de todos los tiempos! Con todos los respetos a los puristas, a los
sociólogos, a los “contadores de almas”, juristas e historiadores: los menos de
cien versos del Todesfuge de Paul Celan han contribuido a expresar la
sobrehumanidad del Holocausto –y a convertirlo, como ningún otro, en el reflejo
vivo de la crueldad universal– con mayor intensidad y verosimilitud que los
sesudos recuentos en torno a los millones de seres que acabaron sus días
convertidos en elegantes guantes de piel humana o en la humana ceniza que abonó
las coles que crecían en las tierras de Polonia….
[14] El
delicado debate sobre las dificultades de encontrar un lenguaje capaz de
hacerlo ha levantado escoceduras: Lyotard, J. F., The Differend: Phrases in
Dispute, Minneapolis 1988; Wiessel, E., From the Kingdom of Memory. Reminiscences. New York, Schocken Books, 1990; LaCapra,
Representing the Holocaust. History, Theory, Trauma. Ithaca,
Cornell University Press, 1994. Yehuda Bauer,
Thinking the Holocaust, Yale University Press, New Haven, 2002; Friedlander, S.
E., Probing the Limits of Representation: Nazism and the Final Solution,
Cambridge, 1992.
[15] Ian Kershaw, "Por qué nos sigue obsesionando
Hitler", El Mundo, 30-01- 2003.
[16] Uno de los primeros reportajes, publicado en La Vanguardia en 1945, se
debió al periodista español Carlos Sentís. «Alemania y sus campos de
concentración», La paz vista desde Londres, Londres, 1946.
[17] De la importancia, no sólo judicial, sino también moral y
política de este proceso, da cuenta el hecho de que se hayan ocupado de él dos
filósofos como Karl Jaspers y Martin Buber. Hay que recordar también las
polémicas reflexiones de Hanna Arendt en el New Yorker, así como sus
demoledores conclusiones sobre aquel proceso publicadas en 1963 (Eichmann en
Jerusalén, Lumen, Barcelona 1967) en torno a la “trivialización del mal”,
resumidas en la idea de que los jerarcas nazis no eran figuras demoníacas sino
burócratas de una formidable maquinaria de la muerte que encarnaban la
“ausencia de pensamiento”. En su bibliografía en español destacan Los orígenes
del totalitarismo (1951). Alianza, Madrid, 1987; La condición humana. Paidós,
Barcelona, 1993; Entre pasado y futuro (1961), Península, Barcelona, 1996;
Eichmann en Jerusalén (1963), Lumen, Barcelona, 1967; Sobre la revolución
(1963), Alianza, Madrid, 1988; Sobre la humanidad en tiempos de oscuridad (1968),
Gedisa, Barcelona, 1990; La vida del espíritu, Centro de Estudios
Constitucionales. Madrid, 1984; y De la historia a la acción (artículos de
1953-1971), Paidós, Barcelona, 1995.
[18] Al igual que los supervivientes, algunos de los más destacados
personajes del nazismo –o que estuvieron ligados a él en un discreto segundo
plano–, comenzaron en los años setenta y ochenta a publicar sus autobiografías.
Su proliferación fue enorme en la
Alemania occidental, y sus autores –en su mayoría
pertenecientes a la generación de la guerra, ya como verdugos o como individuos
que miraron a otro lado– han hecho de ellas un mecanismo de confesión
exculpatoria. No fue el caso de Rudolph Höss, Yo, comandante de Auschwitz.
Muchnik, Barcelona, 1979.
[19] A medio camino “entre literatura e historia, memoria y arte”,
son –para algunos– el medio más fiable de contar lo que ocurrió. (Alejandro
Baer, «La representación del Holocausto y sus límites», Raíces, nº 50-51,
Madrid 2002).
[20] J. Vándor, «El Holocausto: hacia la tipología de un nuevo
género literario» (Conferencia nédita).
[21] Entre sus textos caben destacar Si esto es
un hombre (1958), La tregua (1963) y Los hundidos y los salvados (1986). De
los dos últimos, y gracias a las expléndidas traducciones de Pilar
Gómez Bedate y a Muchnik Editores, contamos con sendas ediciones en
español, de 1999 y 1989 respectivamente. Además, merece la
pena consultar sus Entrevistas y conversaciones, editadas por Península en
Barcelona, en 1998.
[22] Gracias a F.
Warschaver y M. Serrat Crespo tenemos en castellano La Noche (1958; Tusquets, 1975) y Los torrentes van a la mar (1994; Anaya-Muchnik, 1996), textos ambos nacidos del sentimiento de orfandad vital derivada de la desaparición del universo jasídico al que pertenecía.
[23] El largo viaje (1963), Aquel domingo (1980) y La escritura
o la vida (1995), del español Jorge Semprún, constituyen una tríada
reverberante a cuya calidad literaria hay que sumar el relato de las
estremecedoras vivencias en Buchenwald y el hecho de que su autor las vivió no
como judío, sino como militante antifascista.
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