miércoles, 16 de julio de 2003

"El Arte y la Historia de la Shoa", por Carlos Morales

 
Camino de Treblinka




El Arte y la Historia en la Shoa

 



   Dadas la peculiar naturaleza de la Shoa y las implicaciones de la misma en la conciencia que de sí mismo tiene el mundo de Occidente, no deja de ser comprensible que la historiografía haya rechazado de plano, y durante mucho tiempo, cualquier tipo de consideración que acentúe la excepcionalidad del Holocausto en el transcurso del devenir humano y que, por esa misma razón, procure adecuar sus manifestaciones al amplio conjunto de crímenes contra la humanidad que el desbordamiento de los límites morales al ejercicio de la violencia operado en la II Guerra Mundial hizo humanamente posibles. Actuar de otro modo, aceptar otra cosa, habría supuesto poner en evidencia el principio de la moderna sociología histórica que establece que ninguna acontecimiento colectivo puede explicarse fuera del contexto histórico concreto en que dicho acontecimiento tiene lugar. Si la historiografía no ha podido –se nos dice– cumplir esos objetivos no ha sido porque el Holocausto sea como ese gigantesco océano de la parábola agustiniana que un niño quería encajar inútilmente en un pequeño agujero que él mismo había excavado en la arena de la playa, sino por el empeño de muchos por mantener vigente la memoria de la tragedia judía más allá de las circunstancias que le dieron origen y explicaan su desarrollo, y a expensas -incluso- de la misma “verdad.” Concurrirían en esta manipulación variados y muchas veces contrapuestos intereses, como pueden serlo los del sionismo o los del imperialismo norteamericano, o los de la misma izquierda política de occidente obstinadamente empeñada en alejar la mirada de las masacres provocadas por el totalitarismo comunista...    
Paul Celan
     Curiosamente, entra los múltiples protagonistas de esa oscura conspiración contra la Historia de la que se nos advierte, los  historiadores no han dejado de señalar al mundo periodístico, artístico, editorial o cinematográfico. Entra dentro de la lógica que, desde la historiografía, se cuestionen las «visiones» de la Shoa desarrolladas fuera de la más que discutible asepsia de su método, y que se aduzca para ello la escasa objetividad de las fuentes conque muchas de ellas fueron construidas, o la cuestionable capacidad de su lenguaje para representar verazmente lo que ocurrió.[14] Pero una cosa es relativizar su importancia como elementos para el análisis histórico y otra, muy distinta, acusarlas de -en palabras de Ian Kershaw- tergiversar la realidad del Holocausto para beneficiarse de las expectativas de mercado abiertas por «la macabra fascinación a que induce por sí misma la estética hitleriana del poder absoluto».[15] Aun siendo cierto que algunas han dado lugar a más de una impostura, si lo esencial de las imágnes de la Shoa proporcionadas por el mundo del Arte ha podido sobrevivir durante tantas décadas es porque tenía detrás una realidad documentalmente verificable y la memoria viva de los supervivientes: la «negra leche» del alba no era una matéfora de un poeta que, como Paul Celan, se sentía acosado por la culpa de haber sobrevivio a la catástrofe, sino la descripción exacta de la leche que los nazis proporcionaban a los judíos bajo su custodia...
Nelly Sachs
     Por lo demás, tampoco sería justo olvidar que fueron precisamente ajenos a los métodos de la historia los encargados de minar  la credibilidad de los esfuerzos desplegados por los estamentos políticos y la historiografía oficial para convertir la Shoa en algo no más sólido que un sordo rumor de dudosa verosimilitud. Hoy lo sabemos: sabemos que la necesidad de perdón que lleva aparejado el final de toda guerra; la conveniencia de no agitar aún más el gigantesco problema de los refugiados judíos; la presencia de antiguos colaboracionistas en las instituciones públicas, y –sobre todo– la necesidad de hacer de Alemania un aliado fiel frente a la Unión Soviética, llevaron a las autoridades políticas y académicas europeas a reducir el Holocausto a un lugar secundario de la Historia de Occidente. En estas condiciones, se hacía extremadamente difícil no ya que Europa alcanzara una clara conciencia de lo que había ocurrido, sino que los historiadores pudiera ofrecer a la sociedad civil un mínimo conocimiento de los hechos. De hecho, salvo León Poliakov –El III Reich y los judíos (1951)–, nadie se opuso a la versión enunciada por Sir Winston Churchill en La II Guerra Mundial (1948-1953), en Historia de los pueblos de habla inglesa (1956-1958) y, sobre todo, en sus Memorias (1948-1954), que coincidía en lo esencial con las conclusiones del Proceso de Nuremberg (1945-1946), que, como sabemos, no vio indicios de la existencia de un programa de exterminio específicamente diseñado y dirigido contra los población judía, sino la consecuencia de los acontecimientos militares derivadados de la entreda de Rusia en el conflicto bélico. En este sentido, conviene no olvidar que el temprano e incesante goteo de reportajes periodísticos que siguieron al Proceso de Nuremberg;[16] las espantosas revelaciones proporcionadas en los años sesenta por la emisión televisiva del juicio contra Eichmann en Israel y del Proceso de Francfort contra Auschwitz,[17] y –finalmente– la publicación a partir de la década de los setenta de las memorias con que tanto las víctimas como los verdugos quisieron dar testimonio de lo que había sido este aparentemente inenarrable episodio de barbarie,[18] fueron en su conjunto los responsables de sacar el Holocausto fuera y extremadamente lejos de los inhóspitos archivos de las cancillerías y de los impermeables farallones de las instituciones académicas, universalizando el «conocimiento» de los hechos y embarcando a la opinión pública en la delicadísima tarea de conformar, poco a poco, una «conciencia» precisa de esos mismos hechos que sirviera para, en la medida de lo posible, restaurar los principios sin los que en modo alguno podría hablarse de civilización.
Jiri Orten  
     La concesión en 1966 a una poeta como Nelly Sachs del Premio Nobel de Literatura puso de manifiesto que, mucho antes de que la Historiografía pudiera comenzar a hacerlo, la literatura había iniciado su propia reflexión en los años más tempranos de posguerra. Eran los tiempos en que el impactante dictat de Theodor Adorno advertiendo de que, después de Auschwitz, la poesía no era ya posible, venía a cristalizar no sólo las enormes dificultades morales que aquejaba al mundo Arte en su complejo empeño de encontrar una lenguaje apropiado para evocar la tragedia, sino también la “renuncia” de los grandes emporios de la industria editorial y cinematográfica a escarbar en los cienos de un pasado devastador a cuyo «conocimiento» convenía poner sordina. Fue preciso esperar a los años sesenta para que el enjuiciamiento de Adolf Eichmann rompiera definitivamente las inercias que, hasta entonces, habían acantonado el mundo editorial y cinematográfico en el más incómodo de los silencio.     
Miklos Radnoti   
El papel jugado por la industria del cine a partir de los años sesenta resultó capital. Basada en las memorias de los supervivientes y en la literatura surgida en torno al genocidio, la filmografía es realmente excepcional. La lista es larga y no siempre edificante. Sin ánimo de dar cuenta exhaustiva de lo hecho, merecería la pena recordar algunos títulos. El más temprano de ellos fue El Diario de Ana Franck, de George Stevens, que acaparó varios Oscar en 1960. Un año después, sería Stanley Kramer quien lo obtuviera con su película Vencedores o vencidos (1961), que puso sobre la mesa el problema de la culpabilidad colectiva de Occidente. El jardín de los Finzi-Contini (1971), de Vittorio de Sica, se detuvo en la incapacidad de la aristocracia judía europea para prever lo que, estando a punto de ocurrir, parecía imposible que ocurriera. La lista de Schindler (1993), situó el punto de mira en la explotación esclavista de los judíos que iban a morir y en su papel en la economía del III Reich, prestando especial atención al conflicto moral desencadenado en algunos sectores de la sociedad alemana el conocimiento de la Catástrofe. La vida es bella (1998), de Roberto Benigni, nos arrastró hacia la imaginación como única forma de proteger la propia humanidad frenta al terror y al miedo. En Amén (2002), Costa-Gavras ha sondeado los silencios –no totalmente aclarados todavía – de la Iglesia Católica ante el Holocausto, y Roman Polanski, con El pianista (2002), metió el dedo en la desconcertante dualidad moral de los verdugos. 
     Tampoco el mundo de la dramaturgia permaneción ajeno a estas relfexiones. Es el caso de La indagación (1965), de Peter Weiss, que adoptó un formato similar al que utilizó Stanley Kramer en su recordada película Vencedores o vencidos (1961), escenificando un juicio en el que todos los personajes –víctimas, verdugos, jueces...– manifiesten su visión de la tragedia. Con Ghetto (1984), el israelí Yehoshúa Sobol se detuvo –para alarma de los sectores más puristas del mundo judío– en poner de manifiesto, con sus luces y sus sombras, la normalidad humana de las víctimas, aflojando la importancia de su adscripción religiosa en la particular tragedia de cada una de ellas. Rolf Hochhuth, en El Vicario (1963), se centró en la cómplice actitud del mundo católico frente al Holocausto. En España, merece destacarse a Julio Clemente Lourtau y a Carlos Morales, cuyos Guantes de piel humana (estranados por primera vez en 1978) hicieron del Holocausto un canto universal contra el espíritu del totalitarismo.

Un momento de la representación de Guantes de Piel Humana (2009),
de Carlos Morales y Julio Clemente Lourtau, ambos en escena


 
     Al igual que ocurrió con la industria del cine, el papel desarrollado por el mundo editorial en la creación de un cuerpo sólido de «conocimiento» y de «conciencia» en torno al Holocausto estuvo igualmente condicionado por los intereses políticos, aunque su notorio menor peso en la conformación de la cultura de masas le permitió, de cara a los Estados, una mayor libertad de acción. De hecho, fue, precisamente, en el campo editorial donde se dieron los más tempranos y madrugadores resplandores  de la gran tragedia. Ya en los años cuarenta salieron algunas ediciones capitales que gozaron de una enorme y creciente proyección, pertenecientes todas ella al género de la «memoria autobiográfica», un paisaje fronterizo y delicado de analizar, toda vez que en él conviven textos de gran interés sociológico nacidos con el sólo objetivo de narrar sin demasiadas ambiciones literarias la propia experiencia personal con otros en los que se percibe con minuciosa evidencia cómo sus autores han intentado hacer del universo vital al que se enfrentaron el origen de una literatura moral, reflexiva y perdurable.[19] Dentro de este abigarrado conjunto caben destacar el Diario de Ana Frank; la edición de Un psicólogo en un campo de concentración (1946) de Victor E. Frankl (1946);  los Informes y de Peter Weiss (1948). Sin embargo,   fue a partir de la década de los sesenta cuando el proceso de Eichmann acabo rompiendo los grilletes que habían reducido la voz del mundo editorial a un simple murmullo. La proliferación de todo tipo de ediciones memorialista que, además, ostentaban una gran calidad literaria, ha sido tan enorme desde aquel momento, que hay quien, autorizadamente, puede hablar –como en el cine– de un género literario específico cuya diversidad tipológica está pidiendo a gritos una clara sistematización[20]De fecha mucho más recientes resultan de obligada referencia las obras de Michel del Castillo (Tangui, 1979), Giuliana Tedeschi (Hay un punto de la tierra, 1988), Marc Dvorjetski (La victoria del Ghetto, 1982, Ed. francesa), Violeta Friedmann (Mis memorias, Planeta, Barcelona 1997) y Wladyslaw Szpilman (El pianista, 1999). Mención aparte ha de hacerse de algunos otros escritores, cuya impronta sobre el alma de Occidente ha sido capital; entre ellos cabe destacar a Primo Levi, cuyos textos configuran los que son, sin duda, alguna los mejores lienzos de la realidad dantesca de los campos de concentración, y los mejores y más perspicaces sondeos del alma de los verdugos[21],el Premio Nobel de la Paz  Elie Wiessel[22]  o el español  Jorge Semprún[23] 
       Una de las variantes más luminosas de la literatura de la Shoa se halla en la «novela», cuyo relativo distanciamiento del fenómeno ha permitido a los autores ciertas libertades que no siempre han sido bien vistas por los puristas, pero que, en su conjunto, han logrado hacernos visualizar la atmósfera delirante en que se ejecutó el genocidio y abrir nuevas y fructíferas líneas de pensamiento que, en su mayor parte, han tendido a perfeccionar la «conciencia del Holocausto» y a dar coherencia al conjunto de actitudes y valores conque Occidente ha ido, poco a poco, enhebrando su compleja respuesta al espíritu del totalitarismo. Abrieron la senda El último justo (1959), de André Schwarz-Bart, y El jardín de los Finzi-Contini (1962), de Giorgio Bassani. En 1968, el israelí Yoram Kaniuk publicó Adán, hijo de perro, que narra la delirante historia de un judío convertido en un can y entrenado para divertir a los que han de morir y que, llegado a Israel, se convierte en truhán y rey visionario de una banda de locos. A la lista interminable se unió en los setenta el húngaro y reciente Premio Nóbel de Literatura Imre Kertész, cuya novelística –de Sin destino (1975), y Kaddis por el niño no nacido (1990) tenemos traducción en castellano– constituye un irónica inmersión en los impulsos monstruosos que anidan en el alma humana y en los efectos devastadores del odio sobre el espíritu de los hombres que se ven obligados a crecer en él. Publicadas en el año 2003 por la editorial española El Toro de Barro en su «Biblioteca del Holocausto», las páginas de La cicatriz del humo de la escritora israelí Amela Einat advirtieron de la inevitable proyección de la experiencia de dolor de la Shoa sobre la vida de las más jóvenes generaciones de Israel. 
     En el ámbito de las letras españolas cabe destacar, por su tempranía, la novela K. L Reich (1963) del español Joaquín Amat-Piniella, cuyas estremecedoras páginas narran las dramáticas dificultades para mantener la dignidad allí donde a crueldad humana había sido llevada al más extremo de sus límites.  Después de un largo silencio, la narrativa en torno al Holocausto volvió a despegar en la década de los noventa. M. Ángels Anglada publicó en El violín de Auschwitz (Alfaguara, 1997) la historia de un judío cuya vida habría de durar lo que tardara en construirlo para su verdugo; Vicenç Villatoro reflexionó en Memoria del traidor (Ediciones 62, 1998) sobre la condición moral de los judíos que se vieron obligados a "administrar" el destino de sus compañeros en los campos de concentración, y Juan José Delgado lo hizo en la Fiesta de Los Infiernos (El Toro de Barro, 2002) sobre el modo silencioso conque la mentalidad totalitaria avanza inexorablemente en el seno de las sociedades democráticas. Finalmente, en su Velódromo de invierno (Seix Barral, 2003), Juana Salabert nos situaría en la experiencia vital de una mujer que, siendo niña, logró zafarse de morir en Auschwitz tras huir y abandonar a su familia en el velódromo en que fueron recluidos 13000 judíos franceses antes de ser, finalmente, arrojados a las cámaras de gas.



     Cualquier inventario que se haga sobre las aportaciones del Arte al conocimiento de la Shoa y a la construcción de la «memoria» y de la «conciencia» que se ha llegado a tener de la Catástrofe será siempre necesariamente enteco. Al hacerlo aquí, no se pretende competir con la Historia por ninguna prelatura ni establecer qué disciplina es la que tiene mayor capacidad de representación de la realidad porque –a pesar de trabajar con materiales y métodos distintos– artistas, periodistas e historiadores han contribuido en conjunto a crear en torno al Holocausto un marco pluridisciplinar de conocimiento –y de conciencia– del que ninguno de ellos puede prescindir. Sólo se quiere afirmar que, mucho antes de que los historiadores comenzaran a descubrirnos, bien entrados los años setenta, la “verdad documental” del genocidio perpetrado por los nazis, la “canalla” del Arte había logrado extender sobre Occidente la inquietud y la zozobra generada por aquellos tiempos de dolor. No sólo ayudaron a minar con ello el confortable espacio de silencio en que la clase política y las instituciones habían reducido al mínimo la visión de aquella frustrante vergüenza: también acertaron a configurar ese abigarrado mundo de «imágenes» que necesitábamos para tomar «conciencia» de nuestra propia responsabilidad. Más allá de los atentados cometidos en su nombre contra la “verdad” histórica y contra la salud estética, el Arte nos ofreció en su conjunto un paisaje bastante verosímil que nos hizo posible reconocernos en las sombras más oscuras de nuestra Civilización. Argüir, como se ha hecho, que las limitaciones del lenguaje del Arte hacen imposible representar con él un acontecimiento que, como el Holocausto, supera los límites de la comprensión humana, supone olvidar que, precisamente, ese lenguaje ha sido el único con el que el hombre mismo ha sido capaz de enfrentarse con su finitud a lo inexplicable. Si la idea de Dios no pudo escapar a los deseos de representación de lo inefable conque los artistas intentaron suplir, en otras épocas, las limitaciones de la filosofía, ¡qué no decir de la muerte o del dolor que dejó a su paso el acto de crueldad más grande de todos los tiempos! Con todos los respetos a los puristas, a los sociólogos, a los “contadores de almas”, juristas e historiadores: los menos de cien versos del Todesfuge de Paul Celan han contribuido a expresar la sobrehumanidad del Holocausto –y a convertirlo, como ningún otro, en el reflejo vivo de la crueldad universal– con mayor intensidad y verosimilitud que los sesudos recuentos en torno a los millones de seres que acabaron sus días convertidos en elegantes guantes de piel humana o en la humana ceniza que abonó las coles que crecían en las tierras de Polonia….

[14] El delicado debate sobre las dificultades de encontrar un lenguaje capaz de hacerlo ha levantado escoceduras: Lyotard, J. F., The Differend: Phrases in Dispute, Minneapolis 1988; Wiessel, E., From the Kingdom of Memory. Reminiscences. New York, Schocken Books, 1990; LaCapra, Representing the Holocaust. History, Theory, Trauma. Ithaca, Cornell University Press, 1994. Yehuda Bauer, Thinking the Holocaust, Yale University Press, New Haven, 2002; Friedlander, S. E., Probing the Limits of Representation: Nazism and the Final Solution, Cambridge, 1992.
[15] Ian Kershaw, "Por qué nos sigue obsesionando Hitler", El Mundo, 30-01- 2003.
[16] Uno de los primeros reportajes, publicado en La Vanguardia en 1945, se debió al periodista español Carlos Sentís. «Alemania y sus campos de concentración», La paz vista desde Londres, Londres, 1946.
[17] De la importancia, no sólo judicial, sino también moral y política de este proceso, da cuenta el hecho de que se hayan ocupado de él dos filósofos como Karl Jaspers y Martin Buber. Hay que recordar también las polémicas reflexiones de Hanna Arendt en el New Yorker, así como sus demoledores conclusiones sobre aquel proceso publicadas en 1963 (Eichmann en Jerusalén, Lumen, Barcelona 1967) en torno a la “trivialización del mal”, resumidas en la idea de que los jerarcas nazis no eran figuras demoníacas sino burócratas de una formidable maquinaria de la muerte que encarnaban la “ausencia de pensamiento”. En su bibliografía en español destacan Los orígenes del totalitarismo (1951). Alianza, Madrid, 1987; La condición humana. Paidós, Barcelona, 1993; Entre pasado y futuro (1961), Península, Barcelona, 1996; Eichmann en Jerusalén (1963), Lumen, Barcelona, 1967; Sobre la revolución (1963), Alianza, Madrid, 1988; Sobre la humanidad en tiempos de oscuridad (1968), Gedisa, Barcelona, 1990; La vida del espíritu, Centro de Estudios Constitucionales. Madrid, 1984; y De la historia a la acción (artículos de 1953-1971), Paidós, Barcelona, 1995.
[18] Al igual que los supervivientes, algunos de los más destacados personajes del nazismo –o que estuvieron ligados a él en un discreto segundo plano–, comenzaron en los años setenta y ochenta a publicar sus autobiografías. Su proliferación fue enorme en la Alemania occidental, y sus autores –en su mayoría pertenecientes a la generación de la guerra, ya como verdugos o como individuos que miraron a otro lado– han hecho de ellas un mecanismo de confesión exculpatoria. No fue el caso de Rudolph Höss, Yo, comandante de Auschwitz. Muchnik, Barcelona, 1979.

[19] A medio camino “entre literatura e historia, memoria y arte”, son –para algunos– el medio más fiable de contar lo que ocurrió. (Alejandro Baer, «La representación del Holocausto y sus límites», Raíces, nº 50-51, Madrid 2002).
[20] J. Vándor, «El Holocausto: hacia la tipología de un nuevo género literario» (Conferencia nédita).
  [21] Entre sus textos caben destacar Si esto es un hombre (1958), La tregua (1963) y Los hundidos y los salvados (1986). De los dos últimos, y gracias a las expléndidas traducciones de Pilar Gómez Bedate y a Muchnik Editores, contamos con sendas ediciones en español, de 1999 y 1989 respectivamente. Además, merece la pena consultar sus Entrevistas y conversaciones, editadas por Península en Barcelona, en 1998.
 [22] Gracias a F. Warschaver y M. Serrat Crespo tenemos en castellano La Noche (1958; Tusquets, 1975) y Los torrentes van a la mar (1994; Anaya-Muchnik, 1996), textos ambos nacidos del sentimiento de orfandad vital derivada de la desaparición del universo jasídico al que pertenecía.
[23] El largo viaje (1963), Aquel domingo (1980) y La escritura o la vida (1995), del español Jorge Semprún, constituyen una tríada reverberante a cuya calidad literaria hay que sumar el relato de las estremecedoras vivencias en Buchenwald y el hecho de que su autor las vivió no como judío, sino como militante antifascista.