jueves, 29 de enero de 2015

«La responsabilidad social de oponerse al totalitarismo», de Fernando Navarro




Fernando Navarro
(España)
La responsabilidad social de oponerse al totalitarismo
(En torno a un poema de M. Niemöller)
                                                                                 
Editado en Comunidad Etnor, Junio de 2011


¿Cómo fue posible que Alemania y Europa dejaran que Hitler tomara el poder? Se han dado respuestas de todo tipo: económicas, políticas y sociales. Por supuesto, hay una base claramente ética. El nazismo no se “construyó” en dos días. Su forja fue muy prolongada… y mientras tanto millones de ciudadanos callaron o asintieron.

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Hace ahora justamente un año, publiqué un Diccionario Biográfico de Nazismo y III Reich; obra en la que invertí mucho tiempo, ilusión y energías. Es un libro voluminoso que fui escribiendo poco a poco durante muchas noches y fines de semana. Cuando me faltaban las fuerzas (y es algo que me sucedió en bastantes ocasiones) las recobraba mirando una fotografía terrible y que refleja todo el horror del nazismo. Creo que de las miles de fotos existentes sobre el holocausto es aquella la peor, la más terrible y no por lo que muestra sino por lo que oculta. En la fotografía, encontrada en el “álbum de recuerdos” de un nazi, un SS apunta con su arma a la cabeza de una madre (en la foto ella está de espaldas al verdugo, encogida). La madre abraza a una niñita de apenas unos pocos años. Ambas juntan sus caras y parecen protegerse mutuamente, como tratando de que su aliento y calidez borrara la inminencia del horror. Al mirar esa foto no puedo dejar de pensar ¿Qué sentía esa madre? ¿Cuál no sería su angustia? La niña, en esa magia infantil que cree a los padres divinos e indestructibles, quizás pensó hasta el último segundo “mama me salvará…” Pero ¿Y la madre? Ella si sabía que ambas habrían de morir, ella si sabía que nada podría hacer por su hijita. ¡Cómo tuvo que sufrir aquella víctima anónima! Su sufrimiento pervive a través del tiempo y del espacio por mor de una simple foto, tomada por el cómplice de un asesino. Quizás porque soy padre no puedo evitar una difusa tristeza cada vez que miro esa imagen y percibo todo el horror que subyace en ella. Quizás porque soy padre sufro con aquella familia truncada por uno de los totalitarismos más sangrientos del siglo pasado y es entonces cuando me vuelvo a preguntar cómo pudo llegarse a esa situación...
Creo que en gran parte por la ausencia de una sociedad responsable dispuesta a enmendarle la plana a los vociferantes nazis. Erich Fromm lo explica muy bien en el capítulo VI de su “Miedo a la Libertad”.
Son muy ilustrativos los versos del valiente pastor protestante alemán Martin Niemöller, encarcelado por los nazis de 1937 a 1945. Como les sucedió a muchos otros protestantes alemanes, Niemöller inicialmente simpatizó con los nazis al creer que significaban un resurgimiento nacional. Su patriótica autobiografía Del U-Boat al Pulpito (1933) fue muy alabada por la prensa nazi. Niemöller, además, compartía el anticomunismo de los nacionalsocialistas y su odio por la República de Weimar, a la que el mismo calificaba de “catorce años de oscuridad”. Sin embargo, a principios de 1934 Niemöller empezó a desilusionarse cuando Hitler inició su política de Gleichschaltung (sincronización). La idea esencial de esa nueva política religiosa era la “coordinación” de la Iglesia Evangélica para subordinarla a la autoridad del Estado, algo para lo cual Hitler se apoyó en el Obispo del Reich Ludwig Müller, un verdadero esbirro a las órdenes del Partido Nazi. Una de las imposiciones más notables de la Gleichschaltung nazi a las iglesias protestantes fue el llamado párrafo ario (Arierparagraph) que excluiría de la iglesia a todo creyente con antepasados judíos. En 1934, y para proteger a la Iglesia Luterana de esta intrusión estatal en asuntos religiosos, Niemöller fundó la Liga de Emergencia de los Pastores (Pfarrernotbud) y asumió junto con Dietrich Bonhoeffer (otro pastor valiente que pagó con su vida) el liderazgo de la Iglesia Confesional (Bekenntniskirche) en clara oposición a la nueva organización nazi de los Cristianos Alemanes. Durante el Sínodo General, en mayo de 1934, la Iglesia Confesional se reafirmó como la legítima iglesia protestante de Alemania y consiguió atraer a unos siete mil pastores a sus filas.
Enfurecido por los rebeldes sermones de Niemöller y por su creciente popularidad, Hitler ordenó su arresto el 1 de julio de 1937. El 2 de marzo de 1938 Niemöller fue juzgado por un tribunal especial y aunque fue encontrado culpable de ataques subversivos contra el Estado, la sentencia fue relativamente suave (siete meses de prisión en una fortaleza y multa de 2.000 marcos). Tras su puesta en libertad fue arrestado de nuevo por orden expresa de Hitler, pasando los siete años siguientes en los campos de concentración de Sachsenhausen y Dachau. En 1945, fue liberado por las fuerzas aliadas.
En su poema se sustenta la verdadera responsabilidad de los ciudadanos para oponerse a los verdugos y las consecuencias de no resistirse a las tiranías durante sus primeros intentos para establecerse. Martín Niemöller, aclaró que no se trataba originalmente de un poema sino de un sermón para la Semana Santa de 1946 en Kaiserslautern, y que titulaba así: ¿Qué hubiera dicho Jesucristo? He aquí una de las versiones del famoso poema (casi siempre es mal atribuido a Bertolt Bretch):

Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,
guardé silencio,
porque yo no era comunista,

Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
porque yo no era socialdemócrata,

Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
porque yo no era sindicalista,

Cuando vinieron a llevarse a los judíos,
no protesté,
porque yo no era judío,

Cuando vinieron a buscarme,
no había nadie más que pudiera protestar

A costa de repetirlo, el poema se ha transformado en un tópico, efectivamente, pero eso no le resta valor descriptivo en cuanto a lo que realmente sucedió en la sociedad occidental del primer tercio de siglo XX. Nadie se tomó en serio las amenazas del nazismo en ciernes y solo unos pocos valientes y anticipatorios supieron ver lo que escondía la verdad descarnada del nazismo. Y escribo la “verdad descarnada” con toda la intención, ya que el nazismo no ocultó ninguna de sus grandes líneas maestras, ninguno de sus objetivos cargados de nihilismo, resentimiento y destrucción (como tampoco lo hace hoy el fundamentalismo). En este aspecto el nazismo fue muy “coherente”: publicaron pormenorizadamente sus planes futuros y los ventilaron sin complejos en todos los foros posibles, sin demasiado maquillaje, pues desde la cosmovisión nazi sus principios y valores no eran vergonzantes sino más bien todo lo contrario. ¿Por qué ocultarlos entonces? Las críticas tuvieron que haber surgido desde las democracias occidentales pues, al cabo, eran el primer objetivo a batir por el nazismo en cuanto llegara al poder. Sin embargo, en la década de los años treinta del siglo pasado, muy pocos estadistas democráticos supieron interpretar adecuadamente las señales.
Algunos estadistas brillantes y sensatos como Churchill se atrevieron a alzar la voz contra el nazismo y, sobre todo, se negaron a contemporaneizar con él. Por ello fueron tachados de belicistas e intolerantes; y supongo que aquellos hombres llegaron a sentirse como la legendaria Casandra, aquella hija de reyes troyanos y sacerdotisa del Templo de Apolo que anticipó la destrucción de su ciudad y sin embargo no consiguió ser comprendida por sus compatriotas hasta que acaeció la tragedia. Aquellos estadistas tuvieron que sufrir lo suyo durante años al ver a una Europa mendicante de una paz (en minúscula) que se anteponía a cualquier cosa, incluida su propia Libertad (en mayúsculas). La historia ha puesto en su lugar a aquellas políticas bien pensantes del "apaciguamiento" que, a la larga, alimentaron y oxigenaron al nazismo y nos llevaron directamente a la Segunda Guerra Mundial. Que nadie malinterprete estas líneas: afirmar los valores de la democracia no es compatible con propugnar la guerra preventiva, ni defender la aberración moral y legal de Guantánamo. Deberíamos ser capaces de encontrar un “Justo Medio” entre el vicio del apaciguamiento a toda costa y el vicio del ojo por ojo.
La "banalidad del mal", según la acertada expresión de Hannah Arendt, cubrió todos los ámbitos de actividad social en la Alemania nazi y el mundo en guerra. Hubo nazis y simpatizantes del nacionalsocialismo en casi todos los países europeos, algunos de ellos con una sólida tradición democrática, como el Reino Unido. Del mismo modo conviene tener presente que el nazismo no fue solo un movimiento de políticos y militares. Hubo nazis y opositores al régimen en todos los estratos de la vida social y profesiones. En mi diccionario biográfico discurren más de medio millar de vidas (y me he limitado solo a los personajes más relevantes) de deportistas, exploradores y aventureros, profesores, científicos, filósofos, religiosos, ocultistas y astrólogos, actores de cine, literatos y poetas, músicos, pintores y escultores, arquitectos, empresarios y hombres de negocios, jueces y abogados. Por supuesto, también políticos y militares, Gauleiter, ministros, SA, SS, de la Gestapo, héroes de guerra, espías, golpistas, intrigantes, traidores y asesinos.
El nazismo fue mucho más que vida política y militar. Los trenes cargados de prisioneros nunca habrían llegado a Auschwitz sin la participación irresponsable y en muchos casos voluntaria de millones de cómplices, testigos silenciosos y ciegos cumplidores del deber (¡la infame "obediencia debida"!). El III Reich tampoco hubiera podido existir sin la inacción y el "apaciguamiento", igualmente irresponsable y suicida, de las potencias occidentales de la época. Los demócratas sin complejos deberíamos extraer consecuencias de este tipo de pasividad o apatía ante el crecimiento de la ideología totalitaria. Los enemigos de la democracia ni empezaron ni acabaron con el nazismo.
Haber buceado tanto en el fango del nazismo me instó a dejar patente mi admiración por las vidas y muertes heroicas de muchos protagonistas de esa época, y también mi repugnancia por las acciones de otros tantos. El haber tenido que escarbar en tanta miseria y podredumbre espiritual me dejó el alma atribulada. Es imposible procesar tanto horror, sin empatizar con las víctimas, sin imaginar qué habría sentido uno al verse sistemáticamente atacado y vejado por un régimen tan criminal como el nazismo. No sé lo que yo hubiera hecho ante las circunstancias extremas que tuvieron que afrontar muchos de estos protagonistas, pero sí sé lo que me habría gustado hacer. Al profundizar en las vidas de tantas personas que vivieron momentos tan difíciles, resulta sencillo extraer la verdadera esencia de la virtud y del vicio, del bien y el mal. Sin relativismos. De este modo, y sin pretender que estudiar el nazismo sea lo mismo que la lectura de un tratado de filosofía moral, sí creo que conocer bien ese espanto terrible de nuestra Historia puede ayudarnos a entender que hay acciones indudablemente buenas y otras innegablemente malas. Una vez más: no todo es relativo. No olvidemos que la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 tiene su origen y justificación en los horrores del nazismo.





Grandes Obras de
EToro de Barro
Carlos Morales, "Coexistencia (Antología de poesía israelí –árabe y hebrea– contemporánea”, Ed. El Toro de Barro, Carlos Morales ed.
Carlos Morales, "Coexistencia (Antología de poesía israelí –árabe y hebrea– contemporánea”
Ed. El Toro de Barro, Carlos Morales ed.
Tarancón de Cuenca, 2002.
PVP 10 euros.
Carlos Morales, "Coexistencia (Antología de poesía israelí –árabe y hebrea– contemporánea”, Ed. El Toro de Barro, Carlos Morales ed.





























lunes, 5 de enero de 2015

«La Shoa, la cicatriz de Europa»,de Carlos Morales


Carlos Morales
La Shoah: la cicatriz de Europa




Una fotografía tomada en el gueto de Kovno es todo lo que quedó de Abraham y de Inmanuel,[1] dos pequeños lituanos cuya suerte no fue muy distinta de la que corrieron aquel millón y medio largo de niños o los más de seis millones de personas que, entre 1939 y 1945, fueron víctimas de un sofisticado programa de exterminio de la población judía europea diseñado por los jerarcas nazis como «Solución final» a la decadencia de Occidente. Su gesto perplejo y agotado señala, mejor que ningún otro, el límite que el pensamiento, después de más de seis décadas de esforzadas reflexiones, no ha podido, o sabido, dejar atrás en la difícil hora de encontrar para aquel apocalipsis[2] un mínimo de racionalidad histórica que nos ayude a pensarlo con la misma naturalidad con que solemos hacerlo de la Revolución Francesa o de cualquier otro acontecimiento de nuestro Historia.
Los esfuerzos desplegados en este sentido por la historiografía han sido realmente extraordinarios. En líneas generales, las investigaciones más notorias han venido a encontrar ese “mínimo de racionalidad” en el contexto histórico concreto de la II Guerra Mundial, de la que el genocidio judío habría sido el más terrible de los efectos colaterales.[3] Algunos, incluso, han especificado aún más el impacto de este contexto histórico, señalando que la «Solución Final» se abrió paso en el horizonte bélico como una suerte de «opción militar» de carácter estratégico “impuesta” a los jerarcas nazis por las distintas contingencias derivadas de un conflicto sin el que, probablemente, jamás hubiera podido ocurrir.[4] Se ha tendido también a diluir su peso en el conjunto de la tragedia europea, destacando que, en el contexto de los veinticinco millones de muertos que los nazis arrojaron a los suelos de Europa, o de los más de cuarenta que el conflicto nos dejó, el exterminio de seis millones de judíos no puede ser considerado como un ejercicio extraordinario o inusitado de crueldad, sino como un «asesinato» jurídicamente equiparable al de los millones de rusos ejecutados como «enemigos de guerra» o al de los que cayeron bajo las ardientes llamaradas de Hiroshima: es decir, como uno más de los muchos «crímenes de guerra» o «contra la humanidad» cometidos durante la Guerra.[5] En realidad –se concluye–, el hecho de que su sola evocación nos siga provocando escalofríos tiene menos que ver con su “grandeza” que con los esfuerzos por mantener artificialmente viva la memoria del Holocausto desarrollados con éxito por quienes ven en él la mejor coartada para dar rienda suelta a "otros genocidios”[6] o para ocultar algunos “mucho más graves que él”...¿?[7]
     Más allá de la opinión que nos merezca, a semejante visión del Holocausto hay que reconocerle no pocas ventajas. Al concebirlo como un efecto colateral de la II Guerra Mundial, descarga sobre los hombros de todas de las potencias que participaron en ella una parte importante de las responsabilidades en la tragedia judía que hasta ahora soportaba en exclusiva la sociedad alemana en su conjunto; al mismo tiempo, ofrece una respuesta sencilla a la inquietud que se deriva de la posibilidad de que una tragedia de tal magnitud pueda repetirse, señalando que la única manera de impedirlo descansa sobre nuestra capacidad para evitar, a toda costa, un conflicto semejante; y, por encima de todo, sitúa en las circunstancias del tiempo la decisión de los hombres que vivieron en ese malhadado tiempo y no tuvieron el valor de posicionarse frente al gigantesco poder de sus mandatos. Sin embargo, y más allá de la coherencia interna de semejante visión de lo que ocurrió, parece necesario advertir que la línea argumental desarrollada por la historiografía dominante no puede responder algunas preguntas capitales: y es que, a no ser que se acepte que eran peligrosos espías a sueldo de la Unión Soviética y de las perversas democracias de Occidente, o que se diga que fueron apresados armados hasta los dientes en una trinchera de combate, uno no puedo explicarse qué utilidad militar pudo haber tenido para los nazis la ejecución de más de un millón y medio de niños judíos; de otro lado, si el poder de las circunstancias históricas obligaban ineludiblemente al ejercicio de la crueldad a los individuos que estaban bajo su imperio, ¿cómo entender la decisión de quienes, pudiendo dejarse arrastrar por ella, decidieron no hacerlo? ¿o por qué razón los ejecutores buscaron alejar el genocidio del conocimiento de una opinión pública que, teóricamente, debiera haber estado acostumbrada a la violencia? Y estas preguntas merecen una respuesta.
Todo sugiere que las autoridades nazis tenían plena conciencia de que ni siquiera las contingencias impuestas por el conflicto mundial podían justificar aquel espantoso acto de barbarie, que superaba con creces los límites morales en el ejercicio de la crueldad que, ni en tiempo de guerra, la Civilización a la que pertenecían se podía permitir el lujo de olvidar. Todo sugiere, también, que aquel gigantesco genocidio no fue un mero efecto colateral de un conflicto planetario, y que la II Gran Guerra Mundial tampoco fue la excusa perfecta para su ejecución. En realidad, ambos formaban parte de un programa político cuya piedra angular había sido tallada en 1925 por Adolf Hitler en su Mein Kampf, con el que abogada por una guerra interminable que sólo alcanzaría su fin con el dominio absoluto alemán sobre el mundo conocido, y cuya viabilidad requería la absoluta erradicación del judaísmo de la faz de la tierra. Los que se vieron obligados a escuchar la música de los violines mientras cavaban con palas “una tumba en el cielo”, no lo fueron en su condición de «enemigos de guerra» o «enemigos políticos» del Reich sino como especímenes de una raza incompatible con la Civilización. Para los nazis, el judaísmo no era en modo alguno una religión, sino una especie de perversión genética que había afectado a quienes, de una manera u otra, habían estado en contacto con él y que, de algún modo, les impulsaba a actuar, más allá de su voluntad individual o de sus elecciones morales, de una manera contraria a los grandes valores de la Civilización, a la que minaban poco a poco mediante doctrinas que, como el cristianismo y el socialismo, pretendían poner su desarrollo al ritmo cansino marcado por los débiles. La eslava, la gitana, la mediterránea, etc., eran razas inferiores pero compatibles con la Civilización, siempre y cuando aceptaran su inferioridad racial; la judía no lo era, en ningún caso: constituía un “cáncer” cuya metástasis no podía detenerse mediante la conversión religiosa o mediante su expulsión y frente al que solo había una «Solución final», la del exterminio. En realidad, el gran problema de la historiografía sigue siendo no sólo el averiguar cómo fue posible que una de las naciones más cultas de Europa no sólo conviniera en que la «Solución final» a los grandes males de Occidente pasaba por el radical exterminio del pueblo judío, sino también que, para llevarla a cabo, aceptara con absoluta naturalidad la creación de una gigantesca maquinaria de destrucción cuya asombrosa perfección en el ejercicio indiscriminado y gratuito de la crueldad representa, hoy como ayer, la más genuina representación del Apocalipsis.[8] Y es aquí, y sólo aquí, donde la Shoah comienza a sobrepasar el contexto histórico en el que ocurrió y a hacerse relativamente invulnerable a todo intento de racionalización capaz de permitirnos superar esa inquietud que el recuerdo de aquel innecesario despliegue de crueldad nos sigue provocando todavía.
     La Shoah puso en evidencia que la imagen que teníamos de nuestra Civilización como el modo histórico de organización social que mejor había logrado limitar el ejercicio de la violencia a un complejo marco de legitimaciones morales, no era otra cosa que un voluntarista mito protector. Después de Auschwitz, sabemos que lo único que nos separa de aquellas civilizaciones que siempre tuvimos por inferiores[9] es que, para ejercer la crueldad, necesitamos tan sólo un más elevado nivel de sofisticación intelectual, como aquella con la que convertimos el viejo prejuicio antijudío generado por siglos de civilización cristiana en un mito racial devastador.[10] Auschwitz aparece y reaparece ante nosotros como una gigantesca cicatriz cuyos bordes mal cosidos y peor cauterizados se enrojecen cuando las circunstancias nos recuerdan lo que un día no lejano también nosotros fuimos capaces de hacer así como la extrema debilidad de nuestros valores culturales y políticos para hacer frente a las manifestaciones de un Mal Absoluto del que ya no nos podemos sentir ajenos. Su secreto escozor opera entonces con la fuerza de las premoniciones, y establece un vínculo entre nosotros y la Shoah que eleva el grado de nuestra concernibilidad ante aquella tragedia, situándola en el centro de la conciencia que tenemos de nosotros mismos como hijos de una civilización concreta, pero también como seres individuales más allá de las civilizaciones de las que formamos parte. En estas condiciones, no está en la mano de la historiografía evitar que su sola evocación nos siga suscitando escalofríos, porque su método no puede romper ese hilo que nos une a las simas insondables del "yo propio" cuya naturaleza imprevisible es sólo relativamente moldeable por las fuerzas de la Historia. Como advertía Primo Levi en un arrebato de extrema lucidez, el Holocausto sigue siendo un poderoso «agujero negro» que atrae vorazmente hacia su sima oscura, hasta inutilizarlos casi por completo, los prolíficos intentos con que la Historia ha intentado, infructuosamente, convertir en una forma muerta del «pasado» lo que, parafraseando a Faulkner, sigue siendo un pasado que se resiste a morir...[11]


Forma parte del prólogo de
 La Antología de la Poesía del Holocausto, que está en preparación

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NOTAS                                                                                                     
[1] Nos referimos a la fotografía de la portada, obtenida de S. Rapoport, Yesterdays an then Tomorrows, pp. 34, Yad Vashem, Jerusalén 2002.
[2] Quienes se refieren a él como «Holocausto», acentúan la dimensión religiosa del exterminio, y lo centran en el periodo marcado por los fusilamientos masivos y las cámaras de gas. Por el contrario, el vocablo hebreo «Shoah», que podría ser traducido como asolamiento o quebrantamiento, libera el genocidio de todo vínculo con la providencia sagrada, y lo ensancha temporalmente también a las políticas antijudías aplicadas durante los años en que los nazis ocuparon el poder en Alemania. Nosotros utilizaremos las dos acepciones indistintamente.
[3] Winston Churchill, La II Guerra Mundial (1948-1953), Historia de los pueblos de habla inglesa (1956-1958) y, sobre todo, sus Memorias (1948-1954).
[4] Laurence Rees, Los nazis y la «solución final», Planeta  Agostini, 1995.
[5] Algunos han llegado –incluso– mucho más allá, identificando el asesinato colectivo de millones de judíos llevado a cabo por Régimen de Hitler con los perpetrados en otros momentos de la Historia, por regímenes autoritarios –de “derechas” o de “izquierdas”– como los que encabezaron Franco, Stalin, Mussolini, Videla, o Augusto Pinochet.
[6] Para José Saramago, por ejemplo, la permanente actualidad del Holocausto no obedecería a otra cosa que a la propaganda sionista con la que el pueblo de Israel intenta justificar moralmente el presunto “genocidio” perpetrado sobre los palestinos.
[7] Tras comparar los seis millones de judíos exterminados por los nazis en sus diez años de presencia política en Alemania con los más de ochenta millones de ejecutados en los setenta años en que duró el dominio de soviets, se concluye que el rigor sanguinario del nazismo alemán fue poco o nada relevante en comparación con el que se condujo el comunismo. Robert Laffont, El Libro negro del comunismo. Crímenes, terror y represión, 1997. En su demoledora crítica, el historiador español Juan Ramón Mansilla no pudo resistirse a hacer esta proyección: de haber ganado la guerra y subsistido los ochenta años que el comunismo retuvo el poder, el nazismo hubiera ocasionado 175 millones de víctimas, más del doble de las que ocasionó su acérrimo enemigo comunista. Y si el Reich hubiera durado los mil años que predijo Hitler, probablemente hoy “todos seríamos o arios o esclavos o muertos”. Juan Ramón Mansilla, «Los libros negros», El Juglar de la Frontera-El Debate de Cuenca, segunda quincena, diciembre de 1997.
[8].- Carlos Morales, «Auschwitz, o el silencio de Dios», Malena, nº 3, 3ª época, Cuenca, 2006.
[9] Desde el punto de vista de su naturaleza genocida, y tomando como referencia la indiscriminada crueldad con que fue llevado a cabo, la Shoah sólo puede ser equiparable, entre otros, al genocidio perpetrado por los rusos sobre la población chechena; al llevado a cabo por los jemeres rojos en Camboya, por las élites criollas sobre los indígenas guatemaltecos, por los serbios sobre la población albanesa de Kosovo y al perpetrados sobre los tutsis por las tribus hutus de Ruanda, todos ellos en la segunda mitad del siglo XX. La civilización musulmana, y el mundo árabe, tampoco están libres de manchones. Debemos recordar el genocidio llevado a cabo sobre los kurdos por Sadam Hussein, o el ejecutado a comienzos del siglo XX sobre el pueblo armenio por los turcos, que acabó con el exterminio por hambre en los desiertos iraquíes de más de un millón y medio de seres humanos. Franz Werfel, Los cuarenta días del Musa Dagh, Losada, Oviedo 2003.
[10] Carlos Morales «La Iglesia y el antisemitismo», El Juglar de la Frontera, El Debate de Cuenca, Tarancón, 2ª quincena de marzo de 1998. Juan Ramón Mansilla, «Del antijudaísmo al antisemitismo», Ibidem, 1ª quincena de abril de 1998
[11]Nicolás Bersihand, «Lo innombrable: ¿después?», Revista de Occidente, Núm. 277, Madrid, junio 2004, pp. 27-37.



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