sábado, 1 de enero de 2011

«La chimenea de Auschwitz: el Holocausto y el cine», por Rafael Narbona





La chimenea de Auschwitz:
El Holocausto y el cine


La chimenea de Auschwitz se ha convertido en el símbolo del mal radical. El hilo de nuestra memoria no cesa de regresar a esa imagen, buscando una causa capaz de explicar la transformación de seres humanos en columnas de humo. 


Artículo publicado en
el diario EL MUNDO, 1 de enero de 2011


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   El polémico historiador alemán Ernst Nolte afirma que no había crueldad en ese procedimiento. Simplemente, se trataba de eliminar a los responsables de un rumbo histórico indeseable. Se habla de la irracionalidad de la Shoah, pero es difícil imaginar algo más complejo y premeditado que el vasto sistema de campos concebido por el gobierno nazi para exterminar a judíos, gitanos, homosexuales, testigos de Jehová, disidentes políticos, disminuidos psíquicos, prisioneros de guerra soviéticos, serbios o católicos polacos. 
 

     La cifra total de asesinatos supera los doce millones. Si aceptáramos la hipótesis que atribuye estos crímenes a un brote de locura colectiva, tendríamos que recurrir al psicoanálisis de la cultura para comprender unos hechos cuya monstruosidad desborda nuestra tolerancia al horror. No deja de ser paradójico que el ser humano, capaz de levantar montañas de cadáveres, no soporte la representación de sus actos. De las innumerables películas que han recreado el holocausto, ninguna se ha atrevido a mostrar los aspectos más repugnantes del genocidio nazi. De los seis millones de judíos asesinados, millón y medio eran niños menores de doce años. ¿Qué director se atrevería a reconstruir el fusilamiento de un grupo de niños de corta edad o la muerte por gas de un recién nacido sostenido por su madre? ¿Cuál sería la imagen que pudiera expresar la crueldad de un acto tan espantoso? 
 

     Al margen del cine documental, con dos obras  excepcionales como Noche y niebla, (1955), de Alain Resnais y Shoah, (1985), de Claude Lanzmann, tal vez las aproximaciones más dolorosas al universo concentracionario en el terreno de la ficción cinematográfica haya que buscarlas en Kapo (1960), de Gillo Pontecorvo y en La zona gris (2001), de Tim Blake Nelson.  Kapo muestra la transformación de Edith, una adolescente judía (Susan Strasberg), en esclava sexual y, más tarde, en prisionera de confianza y celadora (Kapo) de un Lager. Al margen del giro algo sentimental de la última media hora (Edith recupera la compasión al enamorarse de un prisionero de guerra soviético), Kapo  transmite credibilidad en su recreación de la crueldad impersonal del exterminio sistematizado a escala industrial. La imagen de una hilera de prisioneros (entre los que se encuentran los padres de Edith y algunos niños) avanzando desnudos hacia las cámaras de gas en un blanco y negro deliberadamente ensombrecido para disipar cualquier efecto de luminosidad, nos acerca al intolerable sufrimiento de ese anti-cosmos, donde la ley moral ha invertido su obligación de preservar la vida para instituir la norma de garantizar la muerte. 

 La lista de Schindler (1993, Steven Spilberg), espléndida en sus inicios y decepcionante en su resolución final o La vida es bella (1997), particularmente emotiva en la relación paterno-filial, no son menospreciables, pero el horror está más contenido o transige con el sentimentalismo. La zona gris relata la rebelión del Sonderkommando duodécimo de Auschwitz-Birkenau, basándose en la autobiografía del patólogo judío de nacionalidad húngara Miklos Nyiszli, colaborador forzoso del tristemente célebre doctor Mengele. Austera, minimalista, cruel con el espectador, levemente poética, con vocación documental, convincente en sus diálogos y sobrecogedora en sus silencios, La zona gris muestra la rutina de los Sonderkommandos, incluyendo algunos errores notables, como mezclar los sexos en el interior de las cámaras de gas, cuando es de sobra conocida la segregación sistemática por géneros. 

    Estas imprecisiones conviven con secuencias memorables: el primer plano del miembro de un Sonderkommando preparándose para entrar en las cámaras de gas, mientras escucha los gritos de los que agonizan en su interior; el monólogo de uno de sus compañeros, evocando su vida en Budapest, cuando podía sostener la mirada en el espejo y experimentar autoestima; la resistencia de las tres jóvenes polacas implicadas en la rebelión, soportando la tortura (según Malraux, una experiencia que convierte la muerte en algo irrelevante); la conciencia abrumada del patólogo judío, que ejerce su trabajo con rigor, justificándose con la esperanza de salvar a su esposa e hija, también confinadas en Auschwitz. 
    Se conservan algunas fotografías clandestinas de las incineraciones al aire libre. La incapacidad de los hornos para asumir la destrucción total de los cadáveres obligó a utilizar este recurso, recreado en La zona gris en una breve secuencia, donde se aprecian los restos de un recién nacido. El director rebaja el espanto recortando el plano. Sólo aparece la mitad del cuerpo, evitando el rostro. El carácter anónimo de las víctimas se rompe cuando una joven de unos quince años sobrevive al gas y el Sonderkommando se plantea organizar su fuga. El fracaso del plan se resuelve con un plano subjetivo, donde la huida de la joven finaliza con el disparo de un oficial. El plano, que ha reproducido la carrera de la niña judía, se interrumpe con violencia y, poco después, se escucha su voz por primera vez, hasta entonces reprimida por el miedo. Los miembros del Sonderkommando han destruido un crematorio. Su acción les costará la vida, pero al menos morirán con la dignidad parcialmente restituida. Reemplazados por otros deportados, se escucha la voz de la joven asesinada, describiendo el procesamiento de sus propios restos:

“Después de la rebelión, quedan en pie la mitad de los hornos y nos llevan a todos hasta allí. Yo me quemo muy rápido. La primera parte de mí se eleva en un denso humo que se mezcla con el humo de los demás; luego quedan los huesos, que se convierten en ceniza; barren las cenizas para llevarlas hasta el río y al final quedan motas de nuestro polvo flotando en el aire, mientras el nuevo grupo trabaja. Esos fragmentos de polvo son grises. Nos depositamos en sus zapatos y en sus caras y en sus pulmones y se acostumbran tanto a nosotros que pronto ni tosen ni se esfuerzan en quitársenos de encima, cepillándose la ropa. Llegados a ese punto, sólo se mueven y respiran, se mueven y respiran como cualquier otro aún vivo en este lugar. Y así es como el trabajo continua”. 

     La voz de la niña muerta es la voz de los hundidos, de los "musulmanes", de los que perdieron en seguida la esperanza de sobrevivir, rescatada esta vez por la ficción cinematográfica. La muerte física parece superada o trascendida por la conciencia de la víctima, capaz de comentar el procesamiento de sus restos. Tal vez no exista la resurrección, pero sí la necesidad de trascender la muerte para evitar que los crímenes queden impunes y el dolor de los inocentes se diluya en el olvido.




Artículo publicado en

Grandes Obras de
El Toro de Barro
PVP: 10 euros Pedidos a:
edicioneseltorodebarro@yahoo.es

  En un dramático–y real– camino de retorno, algunos de los 130 niños que sobrevivieron a Auschwitz vijaron de nuevo al escenario de aquel apocalipsis con un grupo de estudiantes israelíes de secundaria, en el que se encontraban sus hijas. El encontronazo de dos generaciones distintas con aquella memoria de dolor provocó una gigantesca catarsis individual y colectiva, cuya historia fue narrada por la psicóloga infantil Amela Einat en La cicatriz del humo, Esta novela coral pone de manifiesto las diversas formas de experimentar la presencia real de aquella tragedia en todas las generaciones del Israel contemporáneo, de cuyas patologías Amela Einat es una reputada e innovadora especialista




"El Profeta", de Carlos Morales. De su Libro "S". Ilustración Leonardo da Vinci
















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