viernes, 8 de marzo de 2013

Jean Améry: «Más allá de la culpa y la expiación», por Rafael Narbona




Jean Améry:
Más allá de la culpa y la expiación



Pocos han reflexionado sobre la muerte con tanta lucidez como Jean Améry (1912-1978). Su perspectiva está marcada por su estancia en Auschwitz, donde pasó dos años. Antes ya había conocido la experiencia del exilio y el internamiento en el campo de Gurs, del que se fugó para unirse a la resistencia antifascista en Bélgica. Al igual que Primo Levi y Paul Celan, Jean Améry, seudónimo del ciudadano vienés Hans Mayer, se suicidó. Aunque se consideraba un apátrida, eligió para morir la ciudad de Salzburgo. La nostalgia por la patria perdida nunca le abandonó, pues consideraba que, sin la confianza que proporciona la tierra natal, es inconcebible la paz o la felicidad. La tragedia de los judíos fue descubrir que el suelo donde crecieron nunca les perteneció, pues sus verdugos se apropiaron de la lengua y el paisaje que hasta entonces habían considerado parte de su patrimonio.
Esto resultó especialmente doloroso para los judíos perfectamente asimilados a la cultura alemana. Fascinado por los Alpes y la umbría de los bosques, Hans Mayer experimentó en su juventud sentimientos prefascistas que se disolvieron cuando las leyes raciales de Núremberg, pusieron de manifiesto que su ensoñación romántica era incompatible con su condición de judío. Sólo entonces descubrió que, a pesar de ignorar su lengua y sus tradiciones, su sangre lo emparentaba con un pueblo cuyas costumbres constituían supuestamente la negación de los valores germánicos. Entonces nació Jean Améry, el apátrida que ya no confía en el lenguaje y que reivindica el resentimiento como única vía de reparación del dolor padecido

Améry recreó su experiencia en Auschwitz en Más allá de la culpa y la expiación. Publicada en 1964, la obra no escatima las críticas hacia la filosofía contemporánea. La brutalidad del universo concentracionario pone de manifiesto la insuficiencia del pensamiento de Heidegger, cuyas piruetas lingüísticas muestran su impotencia en un espacio donde la palabra marca la diferencia entre morir o vivir un día más (“en el campo era más convincente que en el exterior que la jerga del ente y la luz del ser no servía para nada”). El "amor fati" de la ética nietzscheana, que se revela como una idea siniestra ante la experiencia de la tortura y la muerte del hombre anunciada por los estructuralistas, no puede irritar más a un Améry apegado al humanismo ilustrado. También repudia las explicaciones de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, pues considera que el Lager es la expresión del Mal radical. En cuanto a su fe en el neopositivismo lógico, se esfumará ante la utilización de la técnica en las matanzas masivas. Lejos de tener un poder esclarecedor, la ciencia puede convertirse en el aliado más temible del autoritarismo. Frente a Lévi-Strauss, que reduce la historia a cadenas de procesos físico-químicos, y a Horkheimer y Adorno, que acusan a los "philosophes" de haber hundido a la humanidad en el infortunio, Améry reivindica la herencia de los enciclopedistas. “Ilustración. He aquí nuestro santo y seña, [pero] ¿dónde está escrito que la Ilustración deba ser desapasionada? [...] El concepto de Ilustración incluye no sólo la mera deducción lógica y verificación empírica, sino también la voluntad y la capacidad de especulación fenomenológica, de empatía, de acercamiento a los límites de la ratio. Sólo cumpliendo la ley de la Ilustración y al mismo tiempo sobrepasándola, alcanzaremos espiritualmente espacios en que la "raison" no se agota en el simple cálculo”.
No es casual que Auschwitz se mostrara especialmente inclemente con los intelectuales. La dictadura nazi no ocultaba su propósito de borrar la herencia ilustrada, liquidando a los que se esforzaban en preservar y transmitir su legado. Polemizando con Primo Levi, Améry considera que el intelectual no es un hombre de ciencia, sino un humanista con una aguda conciencia estética. Sus preocupaciones son la filosofía, las letras, la música, las artes plásticas. Esta figura es la que peor se adapta a las reglas del Lager. Jorge Semprún recordaba agradecido cómo sus camaradas comunistas de Buchenwald le ayudaron a esconder su condición de escritor, pues los kapos y los oficiales de las SS odiaban a los intelectuales. Améry observa que esa hostilidad también estaba presente en los compañeros de reclusión. El “hombre de espíritu” no era capaz de utilizar “con fluidez la jerga del campo”. En Auschwitz, su aislamiento era terrible, pues en otros Lager, como Dachau, predominaban los presos políticos y existían pequeñas bibliotecas. En Auschwitz, en cambio, no había libros y la mayoría de los reclusos –judíos apolíticos, polacos y presos comunes- no los echaban de menos. Los intelectuales carecían de las convicciones de los presos políticos o la fe de los judíos ortodoxos. Por el contrario, tendían al escepticismo y su único patrimonio –Durero, Beethoven, Hegel o Trakl- había sido requisado por el régimen que les había arrebatado la libertad. La tolerancia o la duda metódica producían más irritación que la estolidez del hombre común. En el Lager, el “hombre de espíritu” no tardaba en convertirse en “musulmán”. Acostumbrado a una representación estética de la muerte, se hundía al comprobar que en Auschwitz morir era algo rutinario. Cada defunción se registraba con un impersonal “salida del campo por óbito”.



La brutalidad de los acontecimientos cuestionaba la trascendencia de las sentencias filosóficas. La “palabrería vacía” de “ese desagradable mago del país de los alemanes” (esto es, Heidegger) mostraba toda su miseria en el espacio acotado por las alambradas, pues “en ningún otro lugar del mundo la realidad poseía una fuerza tan imponente”. “Bastaba con ver la torreta de vigilancia y sentir el olor a grasa calcinada procedente de los crematorios” para advertir que el Ser sobre el que gira la filosofía de Heidegger sólo era “un concepto abstracto y huero”. La experiencia del Lager nos ha servido para desprendernos de mucha hojarasca metafísica, pero también ha confirmado la impotencia de la palabra ante un orden inhumano. Según Améry, sólo pervive el escepticismo, una forma de sabiduría que ni siquiera lamenta la pérdida de la palabra. Dentro del orden que pretendía universalizar el régimen hitleriano, la tortura no agotaba su sentido en la intimidación o la confesión. Améry sufrió un terrible suplicio en la fortaleza de Breendonk. Al oír cómo se dislocaban sus huesos, descubrió que el problema genuinamente filosófico no es la muerte, sino la tortura. Malraux anotó lo mismo en sus Antimemorias. La experiencia de la tortura quiebra la confianza en nuestros semejantes y pone de manifiesto el poder absoluto del Estado sobre el individuo. Por eso, “la tortura no fue un elemento accidental, sino la esencia del Tercer Reich”.
Améry discrepa con Hannah Arendt en su explicación del totalitarismo. Desde su punto de vista, comunismo y nazismo no son equivalentes. Citando a Thomas Mann, Améry afirma que el comunismo “simboliza siempre una idea del ser humano, mientras que el fascismo de Hitler no era en absoluto una idea, sino sólo maldad”. El nazismo no inventó la tortura, pero ésta constituye su “apoteosis”. El dolor infligido al reo pretende subrayar su dimensión corporal, aniquilando cualquier manifestación espiritual. Améry coincide con Bataille, al afirmar que la tortura es “la negación radical del otro”. El que reduce al otro a un cuerpo que gime, experimenta la omnipotencia de un dios. Desde el punto de vista psicológico, este es el principio del sadismo, una patología incompatible con la vida en sociedad, pero no es un secreto que al sádico le es indiferente la pervivencia del mundo. Sin embargo, esta desviación sexual también forma parte de una biopolítica que evidencia el poder soberano del Estado. Es imposible no evocar a Foucault, que ha llevado a cabo un análisis pormenorizado de este fenómeno en sus estudios sobre los mecanismos de poder, pero en este caso Améry se aproxima más a las recientes tesis de André Glucksman sobre la influencia del nihilismo en la historia contemporánea. Es probable que Améry hubiera suscrito la tesis de Glucksman sobre el sentido del exterminio en la cosmovisión totalitaria. Al buscar la aniquilación total, aceptando incluso la inmolación de sus artífices, “el pavor se convierte en la ultima ratio de una estrategia”. Desde esta perspectiva, los actos de violencia no significan nada, salvo la afirmación de un poder que asume su desaparición como efecto de su terrorífica manifestación. Lo cierto, en cualquier caso, es que “quien ha sufrido la tortura, ya no puede sentir el mundo como su hogar”. La experiencia del otro como enemigo es incompatible con “un mundo donde reine el principio de esperanza”.


Frente al animal, que establece unas relaciones de pura necesidad con la naturaleza, el hombre necesita “habitar” su entorno, transformarlo en mundo. El Estado-jardín soñado por Hitler excluye de su seno a una parte de la humanidad, cuyo efecto disgregador se revela incompatible con las legítimas ambiciones del pueblo ario, comunidad providencial a la que le corresponde actualizar las perfecciones de nuestra especie. La concepción de la historia de la biopolítica nazi prohíbe hablar de un “hogar judío” o de una “patria socialista”. En ambos casos, reunimos en una expresión términos que se repelen. La noción de hogar está reservada a los grupos que contribuyen al sentido ascendente de la vida. El nomadismo del judío o el internacionalismo de los partidos socialistas es la consecuencia del odio a la vida. Los judíos y los comunistas no pueden construir un mundo, porque la esencia de su naturaleza es conspirar contra él. Esa incapacidad explica su resentimiento y justifica su exterminio. Su aniquilación sólo es una forma de expulsar del mundo a los que, por otro lado, siempre estuvieron fuera de él. Al negarles la posibilidad de una patria, los nazis frustraron una aspiración esencial de la naturaleza humana. “Patria –escribe Améry- es seguridad y es preciso tener una para poder prescindir de ella”. Cuando eres despojado de esa referencia, pierdes la posibilidad de encontrar otro lugar, otra patria, pues la patria es el espacio donde discurre nuestra infancia y juventud. Los judíos, al ser expulsados de sus casas, descubrieron que esa tierra jamás había sido su hogar y, lo que es peor, perdieron su pasado.
Améry invoca una ética del resentimiento como respuesta a la pretensión de borrar al pueblo judío de la faz de la tierra. Puede parecer extraño levantar una moral sobre esta vivencia, pero Améry, al igual que Benjamin, rechaza la idea de un tiempo lineal y homogéneo. La solidaridad también se proyecta hacia atrás, comunicando a unas generaciones con otras. El resentimiento no implica venganza, sino la necesidad de revertir el tiempo. Es una rebelión contra el pasado que permite reconocer en la víctima la imagen del semejante, del otro que moviliza nuestros sentimientos de respeto, piedad y reciprocidad. Améry considera injusto responsabilizar a las nuevas generaciones de los crímenes de sus antepasados y deplora los actos de terrorismo de una extrema izquierda que equipara la democracia de Willy Brandt con la dictadura de Hitler, pero no esconde su convicción de que el genocidio del pueblo judío concierne a todos los alemanes de su tiempo. Es una culpa colectiva que nunca podrá borrarse y que sólo se atenuará, asumiendo que los crímenes del nazismo forman parte de la historia alemana. No se puede neutralizar su recuerdo. Por el contrario, hay que integrarlo en la memoria de todos. Améry cita a Hans Magnus Enzensberger, según el cual “Auschwitz es el pasado, el presente y el futuro de Alemania”.


 La reivindicación del resentimiento como forma de reversión de la historia recuerda la postura de Kertész en Kaddish por el hijo no nacido, donde el autor reivindica la infelicidad como condición de posibilidad de su trabajo. Kertész afirma no estar dispuesto a renunciar a ese estado de insatisfacción que garantiza la continuidad de su producción literaria. En cualquier caso, la responsabilidad colectiva del pueblo alemán no debería actuar como una cortina de humo, capaz de borrar o difuminar la responsabilidad de otras naciones europeas e incluso la de una un siglo que ha incubado fantasías eugenésicas y absolutos excluyentes. Zygmunt Bauman ya advirtió que “Alemania hizo lo que hizo en razón de lo que comparte con el resto de nosotros. La Endlosung (Solución Final) fue un laboratorio en el que se puso a prueba –un verdadero experimentum crucis- la capacidad de nuestra civilización para alcanzar la perfección mediante la eliminación de aquellos seres que no llegan a la perfección. Es sólo una de las capacidades modernas y no atesora una ‘inevitabilidad histórica’ que conduzca al Holocausto, pero, sin la civilización moderna, sin el conjunto de sus logros que tanto nos enorgullecen, el Holocausto que tuvo lugar en Alemania habría sido impensable”.
Después de la guerra, Améry sigue sin considerarse judío, pues no habla hebreo ni ha visitado el Estado de Israel. Tampoco es creyente ni conoce demasiado bien las tradiciones de su pueblo. Sin embargo, el tatuaje de Auschwitz en su brazo izquierdo es más vinculante que el Talmud o el Pentateuco. Es la “cifra” de su existencia judía, pero de un judío “sin señas de identidad positivas. Ese es mi lastre y mi cayado”. Améry sobrevivió a Auschwitz, pero no fue capaz de soportar la redundancia de los errores humanos. Al contemplar los horrores de Camboya o Chile, escribió: “A veces se diría que Hitler ha conseguido un triunfo póstumo”. Su decisión de quitarse la vida tal vez nació de esa amarga convicción. Su abrupta despedida sigue resonando en nuestra conciencia como un portazo que nos exige una inacabable reflexión y una firme voluntad de superar cualquier forma de odio o discriminación.






Artículo publicado en







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Amela Einat.



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