Los
intelectuales ante el Holocausto
“Negado, dos veces negado, o en
cualquier caso tan risible y tan provocador como una máscara, nuestro rostro
había acabado, para nosotros mismos, por ausentarse de nuestra vida”.
Robert Antelme, La especie humana



Hans Jonas, que perdió a su
madre en Auschwitz, no acepta la identificación de Dios con el Poder y menos
aún su responsabilidad en unos crímenes que sólo pueden atribuirse a la
libertad humana. La existencia del mundo es la mejor prueba de que Dios
resolvió abstenerse de su poder en un acto de generosidad del cual surgieron el
hombre y el universo. Dios se ocultó para abrir un espacio al cosmos y a la
autonomía racional. Dicho de otro modo: abdicó de su soberanía, manifestando su
voluntad de no ser para que de esa extinción emergiera “una finitud capaz de
autodeterminarse”. La actuación permanente de Dios en la historia habría
convertido la acción humana en un automatismo desprovisto de dignidad. Su
ausencia no implica indiferencia. Dios se solidariza con el sufrimiento humano.
Al contemplar el cuerpo agonizante de un niño ahorcado en Buna, Elie Wiesel
escucha a un prisionero preguntarse dónde está Dios. Su respuesta no está
exenta de ecos unamunianos: “Dios está colgado ahí, de esa horca...”. Esta
imagen corrobora que Dios renunció a la omnipotencia para que el universo fuera.
Dios no lo puede todo, porque en ese caso limitaría la libertad del mundo que
ha engendrado. Esa impotencia –elegida, necesaria- es la mejor prueba de su
bondad y está asociada a la aflicción que experimenta ante la injusticia. Jonas
ironiza sobre los que descalifican sus especulaciones teológicas, recordando
que la crítica kantiana de la metafísica atribuía la mayor importancia a lo que
no se puede conocer teoréticamente. Dios está fuera de la experiencia, pero la
razón no conoce urgencia más prioritaria que pensar sobre su existencia.
Jiménez Lozano entiende que
el origen de Auschwitz se confunde con el gabinete de Sade. Encerrado en el
círculo infernal del goce mecánico, el libertino no oculta su propósito de
“aniquilar el mundo para convertirlo en orgasmo”. De ahí que una vez exploradas
todas las posibilidades del placer, se impongan la humillación, la tortura y la
muerte. La seducción –entendida como dominio- sólo se completa cuando la
cosificación del otro desemboca en la muerte de la carne. Por eso, las víctimas
carecen de identidad. Sólo los señores tienen un rostro. El otro deviene
objeto, mero cuerpo sobre el que experimentar y ejercer los privilegios del
poder. Cuando el duque de Banglais y sus acólitos finalizan sus ciento veinte
jornadas de semen y sangre no contabilizan víctimas, sino la impersonalidad de
unas cifras que apenas distinguen entre inmolados y supervivientes. Para el
libertino, no hay nombres. Sólo cuerpos semejantes e intercambiables. La
culminación de esta lógica hay que buscarla en las fosas de Auschwitz, con sus
montañas de cadáveres anónimos. Los campos de exterminio no son anomalías
históricas, sino la expresión más perfecta de una cultura que actúa como “una
inmensa maquinaria intestinal de triturar seres humanos”.
Al estudiar el
antisemitismo en su Dialéctica de la Ilustración, Adorno y Horkheimer no
excluyen los elementos psicopatológicos. El yo proyecta sobre el mundo exterior
las pulsiones agresivas del ello, transformándolas en inclinaciones perversas.
Por medio de este procedimiento, el nacionalsocialismo atribuye al judío las
tendencias que anidan en su interior: ambición de poder, fantasías
destructivas, autocomplacencia narcisista. Esas iniquidades, que en realidad
resumen los fundamentos del ideario hitleriano, justifican la aniquilación del
pueblo judío, cuya existencia amenaza a un yo que se vacía de los sentimientos
de culpa mediante la violencia sobre el otro. Estas teorías no son
incompatibles con la dialéctica amigo / enemigo esbozada por el jurista Carl
Schmitt, según el cual la política se basa en la confrontación entre
identidades colectivas opuestas. Esta perspectiva redunda en el ideal
comunitario exaltado por Jünger en El trabajador, donde se profetiza
una humanidad exenta de individualismo. El hombre nuevo se identifica con la
impersonalidad del uniforme y su libertad radica en la obediencia. Frente a él,
el judío se obstina en preservar las diferencias que nos singularizan. Su mera
existencia es un escándalo, la evidencia de que es posible resistir a la
dominación totalitaria. Su aniquilación se impone como algo necesario.

El furor exterminador no
puede prosperar sin negar la humanidad del otro. A un ser humano no se le puede
humillar, apalear y asesinar sin que aparezca una inoportuna hebra de
conciencia, infundiendo malestar. Esa incomodidad desaparece cuando el otro ya
no pertenece a nuestra especie, cuando no es un hombre y no reconocemos en él a
un semejante. Giorgio Agamben entiende que ése era el objetivo del Lager: “En Auschwitz no se moría, se producían
cadáveres. Cadáveres sin muerte, no-hombres cuyo fallecimiento es envilecido
como producción en serie. Es justamente esta degradación de la muerte lo que
constituye el ultraje específico de Auschwitz, el nombre propio de su horror”.
Frente a la “muerte propia” de la que habla Rilke, “la muerte que cada uno
lleva dentro de sí como el fruto su semilla”, esa muerte que confiere a “cada
uno una dignidad singular, un silencioso orgullo”, la muerte industrial, anónima,
entre desconocidos despojados de su condición de individuos por un deterioro
físico que les ha igualado, hasta borrar sus peculiaridades. Primo Levi
recuerda que las mujeres de Auschwitz no se distinguían de los hombres. El
sueño totalitario de un mundo uniforme se cumplió entre las alambradas del Lager,
perfecta contrautopía donde el individuo había sido sustituido por el tipo,
pero en este caso no se trataba del trabajador profetizado por Jünger, sino del
“musulmán”, el que ha perdido toda esperanza de sobrevivir, el “hundido”,
hombres demacrados y sin rostro, “en
cuyos ojos –escribe Levi- no se puede
leer ni rastro de pensamiento”. Todo el mal de nuestro tiempo se condensa
en esa imagen. Los musulmanes son como niños autistas que viven en un mundo fantasmático.
Es –según Sofsky- “una figura sin nombre
que encarna el significado antropológico del poder absoluto de manera radical.”
El musulmán es un hombre abolido, alguien que testimonia en su carne la fuerza
del poder como dispensador de humanidad o como principio agente de
cosificación.


Viktor Frankl, padre de la
logoterapia y superviviente de Auschwitz y Dachau, no oculta que los mejores no
regresaron. Los que se esforzaron en preservar su dignidad, fueron los primeros
en sucumbir. La lógica del Lager inducía la muerte emocional y la
insensibilidad ante el sufrimiento ajeno. La pérdida de principios e inquietudes,
la ausencia de curiosidad intelectual y de apetito sexual, situaban la vida
humana al nivel de la vida animal. No había espacio para la intimidad y la
soledad. Sin embargo, Frankl cree que los deportados conservaban un reducto de
libertad: la posibilidad de elegir una actitud ante las circunstancias. Nada
puede aniquilar esa opción. Cada hombre puede escoger una determinada
disposición espiritual, incluso en las condiciones más adversas. La expectativa
de una obra inconclusa o de un ser querido que nos aguarda, nos ayudan a
preservar esa precaria independencia interior. Es la responsabilidad de saber
que cada existencia, incluida la propia, es irremplazable. Frankl rehuye el
pesimismo antropológico. El hombre –escribe- es “el ser que ha inventado las cámaras
de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme
musitando una oración. El hombre es el ser que decide lo que es”.

Primo Levi se muestra más
alejado del ensueño humanista. En Auschwitz, la miseria moral “afectaba tanto a
los prisioneros como a los guardianes. Ningún grupo era más humano que otro.
Aparte de pequeñas, preciosas excepciones, la inhumanidad del sistema nazi
contagiaba también a los prisioneros”. Al final de Si esto es un hombre, Levi
evoca los últimos días en el Lager, cuando fabricó con un deportado francés un
hornillo que les permitió cocinar para sus compañeros. Ayudar a los demás le
permitió recuperar su dignidad. Esa reacción recuerda la hermosa historia de
amistad entre Milena Jesenska y Margarete Buber-Neumann. Milena, que se hizo
famosa por su correspondencia amorosa con Kafka, no sobrevivió al internamiento
en Ravensbrück, pero Buber-Neumann logró preservar su memoria, convirtiéndola
en el personaje central de un libro que evocaba la experiencia de ambas en el Lager.
Buber-Neumann, que fue transferida del Gulag estalinista a los campos alemanes,
consiguió sobrevivir a siete años de cautiverio, conservado el espíritu
solidario que la vinculaba a sus semejantes. “La conciencia de ser necesario a
otro ser humano es lo que, en el campo, te procuraba la mayor fuerza”. Aunque
Kertész considera que en los campos la solidaridad era un comportamiento
insólito, Konrad Lorenz opina que “el hombre es por naturaleza un omnívoro
relativamente inofensivo”. Lonrez repudia el instinto de muerte. Considera que
ningún etólogo o biólogo pueden aceptar la hipótesis freudiana, desmentida por
cada hecho del mundo natural, donde prevalece la conservación de la especie por
encima de cualquier otra tendencia. En el hombre, los comportamientos violentos
no son más que “perversiones de un instinto normalmente conservador de vida”.
Es inevitable preguntarse entonces sobre las fuentes de la política de
exterminio, una prioridad nacional que Hitler situó por encima de las
necesidades de guerra.

Primo Levi sostiene que la
educación alemana, orientada a inculcar una obediencia ciega a la autoridad,
contribuyó poderosamente al genocidio. Privados de capacidad crítica, la
mayoría de los alemanes aceptaron el exterminio de judíos, gitanos y eslavos,
pero eso no implica que en el Lager no existiera “una amplia zona gris”, donde
la ferocidad convivía con la generosidad y la disposición al sacrificio. Levi
no acepta la equivalencia entre nazismo y comunismo. En el Gulag, “la muerte
era un subproducto, no una finalidad”. En un apéndice de 1976 añadido a Si
esto es un hombre, reitera esta diferencia, apuntando que es fácil
imaginar un socialismo sin Gulag, pero en cambio es inimaginable un nazismo sin
Lager. Las cifras también establecen distinciones. En Auschwitz en un solo día
de agosto de 1944, murieron asesinadas 24.000 personas. El índice de mortandad
superaba el 90 por ciento, mientras que en los campos de internamiento
soviéticos, apenas llegaba al 30 por ciento. En ambos casos, nos encontramos
ante un deplorable ejemplo de crueldad, pero conviene mencionar los contrastes
que separaban un modelo de otro. A diferencia de los bolcheviques, la idea de
reeducación nunca anidó en la mente de los nazis. No había esperanza para los
deportados. Del campo sólo se salía por la chimenea, convertido en humo.

¿Es Auschwitz algo
irrepetible? En un reciente ensayo, Carl Améry define a Hitler como un
precursor del siglo XXI. Su intención de interpretar la historia humana en
términos de historia natural, no es un anacronismo definitivamente superado.
Los conflictos entre un Norte próspero y un Sur depauperado insinúan que hay un
excedente de seres humanos. No es improbable que un sector de la sociedad
contemplara sin disgusto la desaparición de esas masas paupérrimas cuya
existencia amenaza su bienestar. La escasez de recursos y el crecimiento
imparable de la población (“vivimos el sistema más efímero, pero más
destructivo, de convivencia humana con la biosfera que jamás se diseñara”) nos
sitúan en unas condiciones idóneas para aceptar el programa hitleriano, según
el cual los pueblos compiten entre sí para preservar su vida, eliminado al
rival más débil. Hannah Arendt ya señaló que las fábricas de exterminio actúan
como una advertencia, pero también como un modelo para los que buscan una
solución rápida y definitiva al problema de “las masas humanas económicamente
superfluas y socialmente desarraigadas. Las soluciones totalitarias pueden muy
bien sobrevivir a la caída de los regímenes totalitarios bajo la forma de
fuertes tentaciones, que surgirán allí donde parezca imposible aliviar la
miseria política, social o económica en una forma valiosa para el hombre”. Tal
vez no exista la posibilidad del perdón para unos crímenes inconmensurables,
pero Auschwitz nos ha legado un nuevo imperativo moral: el otro no es nuestro
antagonista, sino un semejante que invoca nuestro cuidado y responsabilidad.

Artículo publicado en
Grandes Obras de
El Toro de Barro
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PVP: 10 euros Pedidos a:
edicioneseltorodebarro@yahoo.es
|
En un dramático–y real– camino de retorno,
algunos de los 130 niños que sobrevivieron a Auschwitz vijaron de nuevo al escenario de aquel apocalipsis con un grupo
de estudiantes israelíes de secundaria, en el que se encontraban sus hijas. El
encontronazo de dos generaciones distintas con aquella memoria de dolor provocó
una gigantesca catarsis individual y colectiva, cuya historia fue narrada por la psicóloga
infantil Amela Einat en La cicatriz del humo,
Esta novela coral pone de manifiesto las diversas formas de
experimentar la presencia real de aquella tragedia en todas las
generaciones del Israel contemporáneo, de cuyas patologías Amela Einat
es una reputada e innovadora especialista
Amela Einat. |
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