domingo, 17 de marzo de 2013

Juan Ramón Mansilla: «Del antijudaísmo al antisemitismo»


Willem Dafoe, en La última tentación, de Martin Scorsese (1988)




Del antijudaísmo al antisemitismo:
Una reflexión sobre las bases doctrinales del Holocausto



El nazismo era, aunque aberrante, hijo de una civilización en la que, desde hacía ya 16 siglos y como resultado de su autoafirmación ideológica, se había asignado un papel expiatorio al judío. La costumbre, la tradición era difícil, e incómoda, de quebrar, máxime cuando se había hecho verdad de un mito indeleblemente instalado en la psicología colectiva. Por ello, a la afirmación de que la Shoah «tenía sus raíces fuera del cristianismo», se le podría contraponer la pregunta siguiente: ¿sin el antijudaísmo cristiano, hubiera existido el antisemitismo?



Editado en 1997 en El juglar de la frontera
Supl. Cult. de El Debate de Cuenca



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     «La Shoah fue la obra de un típico régimen moderno neopagano. Su antisemitismo tenía sus raíces fuera del cristianismo». Con tales palabras el Vaticano realizó el 16 de marzo de 1998 finta -recientemente repetida- ante uno de los fenómenos más horripilantes de nuestro tiempo: el Holocausto judío. Pese a ello, cabría preguntarse si el antisemitismo nazi es, sustancialmente, contradistinto al antijudaísmo que nutre su tronco de raíces cristianas; si es o no aquél, y en qué grado, deudor de éste, aunque en su parte metafísica sustituya la idea de «conversión» religiosa (destrucción doctrinal) por la de «solución final» (endiösung). Salvada tal diferencia, ¿en qué medida las víctimas de ambos verían, sufrirían, de manera muy diferente las Leyes de Nuremberg o los edictos y cánones de Teodosio I e Inocencio III? La verificación del supuesto proposicional vaticano, además de ofrecer respuestas a estos interrogantes, requiere de un ejercicio de retrospección histórica que resuelva, no sólo el origen del antisemitismo, sino también su carácter de ingrediente constitutivo de la civilización europea, al menos hasta el término de la II Guerra Mundial. Pero, ¿desde cuándo?

Progrom de 1391 en Sevilla (España)

     Hay, quizá, una cierta tendencia a situar en la Roma precristiana el origen del antijudaísmo, acaso amparándose en hechos tales como la destrucción del templo y la edificación, sobre el montículo que ocupara, de la colonia romana de Aelia Capitolina. Es decir, la desjudaización de Jerusalén. Pero actuaciones similares se ensayaron antes en Cartago o Numancia. Creo que el supuesto antijudaísmo romano carece de elementos básicos como, para toda construcción doctrinal, puedan ser la coherencia y la sistematicidad. De serlo es, en todo caso, coyuntural e intermitente y mucho mejor definido desde la óptica de las relaciones entre el conquistador y un súbdito, unas veces rebelde y castigado, otras aquiescente. Esta óptica explicaría la alternancia entre tiempos de dura persecución, como bajo Adriano, y momentos de tolerancia e, incluso privilegio, como cuando los judíos son los únicos en quedar exentos de sacrificar a los dioses romanos, tal y como obligaba a todos los pueblos bajo la potestad de Roma un edicto de Diocleciano en el año 286. Lo que Roma aporta a la historia del judaísmo es la diáspora; esto es, su identidad de pueblo disperso, si bien unido por la patria mueble de la doctrina y la ley, del Talmud y la Torah.


     El auténtico punto de inflexión en la situación del pueblo judío se halla en el proceso, progresivo e iniciado en el 313, de conversión del Imperio Romano en Imperio Romano Cristiano. Desde este momento, el cristianismo oficializado utilizará en su beneficio todos los recursos del poder para neutralizar y eliminar a las religiones competidoras y, especialmente, a la judaica. En el año 315, sólo dos tras la conversión constantiniana, los judíos comienzan a recorrer su particular calvario, prohibiéndoseles, so pena de ser abrasados vivos, cualquier tipo de proselitismo entre los cristianos. Desde ese momento tan temprano, aparece ya una de las constantes del pensamiento cristiano respecto a los judíos: su definición como «secta perniciosa» (eorum feralem sectam) e «impía» (nefariam sectam). Diez años más tarde, en el primer Concilio ecuménico de Nicea, los Padres de la Iglesia establecen una segunda constante: su catalogación como el «pueblo deicida», enemigo natural de los cristianos.


     Echados los cimientos doctrinales del antijudaísmo, sólo quedaba completar el edificio. La teoría de la exclusión, fortalecida doctrinalmente por la patrística, será completada por las disposiciones y edictos imperiales, netamente discriminatorios y segregacionistas. En el siglo V (Codex Theodosianus, 439) y en el VI (Codex Justiniano, 534), se acometerá la recopilación y codificación de esa legislación, corpus normativo que pasará a los reinos cristianos occidentales desde el más temprano medievo. En el XII Concilio de Toledo (681), el monarca Ervigio, alienta a los obispos visigodos a quebrar «las redes de los impíos, purificad las costumbres impías de los perversos, actuad con celo ante los sin Dios y, lo que es más importante, arrancad de cuajo la peste judía». ¿Puede extrañar que Heinrich GRAETZ, historiador judío, considere que toda esta doctrina se convirtiera «en un oráculo para toda la cristiandad», que tal ejercicio de fe armara «más tarde a los reyes y a la plebe, a los hombres de Estado y a los monjes, cruzados y eclesiásticos, contra los judíos, y les (indujera) a inventar instrumentos de tormento y a encender las hogueras»? En tal contexto, ¿extrañará también que una súplica hebraica coetánea proclamase «oh Señor del mundo, antes acostumbrabas a concederme un intervalo luminoso entre una noche y otra (...), pero ahora una noche sigue inmediatamente a la otra»?


     En la larga y densa noche medieval los judíos habrían de quedar irremisiblemente atrapados entre dos tendencias convergentes. La una, a la atracción hacia el cristianismo que, bajo la protección de las autoridades, tenía como horizonte último la pila bautismal, el abandono de su superstición (como pretenden las controversias doctrinales que, por ejemplo, tienen lugar en Barcelona o en Tortosa) y, con ello, de su identidad como pueblo, de su patria portátil. La otra, la que conducía a su exclusión a fin de librar a los cristianos de todo contagio y perfidia. De esta segunda deriva, en primer lugar, la consolidación de la acusación de pueblo deicida y la añadidura de otras (asesinato ritual, profanación de hostias, envenenamiento de aguas) que hicieron cumplir a los judíos una función expiatoria. En segundo lugar, su reclusión en ghettos y aljamas, o la obligación de portar vestiduras y distintivos específicos (por lo general infamantes, como demuestra el que se les denominara la «mancha judía»). Al respecto, en el Cuarto sínodo de Letrán (1215, bajo el pontificado de Inocencio III) se les prohibió ejercer profesiones cristianas y se decretó su aislamiento de la sociedad cristiana. Un canon de este mismo sínodo establecía que «los judíos, tanto si es un hombre como una mujer, en todos los países cristianos y en lugares públicos deben distinguirse del resto de la población mediante un tipo especial de vestuario...». Todo ello acabaría desembocando en la persecución, la expulsión (desde la de Inglaterra en 1290 hasta la de Portugal en el 1496) y el exterminio. Al socaire de las Cruzadas, se generalizaron las matanzas de judíos, como las acaecidas en Ruan, Spira, Maguncia o Colonia. Exhortos como los del abad Pierre de Cluny, en los pregones de la Segunda Cruzada, revelan con claridad meridiana una propensión genocida: «¿Para qué tenemos que ir a buscar a los enemigos de Cristo a lejanos países, si los sacrílegos judíos, que son mucho peores que los sarracenos, moran entre nosotros y profanan impunemente a Cristo y a su IglesiaEl progromo se convierte en un acontecimiento no episódico, sino recurrente de la cristiandad, sobre todo en sus momentos de convulsiones y espasmos. La Edad Moderna no haría sino añadir sufrimientos, tanto desde la Reforma (Lutero recoge todos los tópicos y toda la furia antijudíos, como puede verse en su De los judíos y sus mentiras, de 1543) como desde el catolicismo.


     Tras un periodo de tranquilidad y relativa emancipación que, entre fines del XVIII y buena parte del siglo siguiente, mucho tiene que ver con la afirmación de los derechos individuales y el triunfo del liberalismo, un segundo momento de inflexión va a suceder en el último tercio del siglo XIX. En clara ligazón con el positivismo y el nacionalismo, tiene lugar la secularización del antijudaísmo: los argumentos que encontraban su apoyatura en la religión, pasan ahora a fundarse en un pseudocientifismo biológico, muy dado a establecer categorías taxonómicas plagadas de implicaciones éticas. Adolf Stöcker, en 1878, afirma que los judíos envenenan la sangre e impiden el fortalecimiento del espíritu cristiano-germano. Un año después Wilhelm Marr funda la Liga Antisemita y acuña el concepto de «antisemitismo» (por cierto que en un sentido política y culturalmente restrictivo, pues se hace referente de lo hebraico y no de otros muchos pueblos semitas), desarrollado por Eugen Dühring y Houston Stewart Chamberlain. Esta línea de pensamiento culminaría en una obra de Moeller van der Brück cuyo más que significativo título era El Tercer Reich. Desde ahora, la cuestión judía revierte de religiosa en racial, siendo el problema dominante –por lo pronto en la teoría–  la salvación de la patria alemana, germano-aria, de la raza sacrílega. El credo judío ya no será lo fundamentalmente criminalizable sino, por encima de él, la propia existencia colectiva de un pueblo y de todos y cada uno de los individuos que lo integran. La «secta perniciosa» se convierte en la «raza maldita».

Grabado de la expulsión de los judíos de España en 1492

     De todo ello será receptor, discípulo aventajado y maestro, el nazismo. En el punto número 4 del programa del NSDAP (del partido nazi) de 1920, se proclama que «sólo pueden ser ciudadanos del Estado los compatriotas. Y únicamente puede ser compatriota quien tenga sangre alemana, sin distinción de creencias. Por consiguiente, no puede ser compatriota ningún judío». Ya en el poder, el nazismo se aplicó en la tarea de construir un Estado racial. En 1933 se promulgan una serie de leyes discriminatorias que prohiben a los judíos el ejercicio de la medicina, la abogacía y el desempeño de cargos públicos. En 1935 (Leyes de Nuremberg) se les priva de todo derecho constitucional y se les prohibe toda clase de relaciones con los alemanes de raza aria. En 1938 se pasa de la idea de exclusión a la de «solución final», refrendada en la Conferencia de Wannsee (1942). Lo que aconteció en Auschwitz, Dachau o Mauthausen es, pese a algunas propuestas revisionistas de esa Historia, sobradamente conocido, y supuso la culminación sistemática de una propensión genocida que había anidado muchos siglos antes en las cavernas de la civilización europea. El nazismo, ese «típico régimen moderno neopagano», no inventó ni las medidas de segregación ni el mito, tremendamente operativo, del «enemigo judío», pero culminó un trayecto ya iniciado, sublimando la exclusión en exterminio y, sobre todo, aportando una metafísica según la cual, no sólo se pretendía el aniquilamiento físico de los judíos, sino su destrucción moral; negando el pasado y el presente al pueblo de la Memoria, desposeyendo del futuro al Pueblo de la Promesa.


     Queramos o no, más allá de la especificidad de sus ingredientes doctrinales y programáticos, el nazismo era, aunque aberrante, hijo de una civilización en la que, desde hacía ya 16 siglos y como resultado de su autoafirmación ideológica, se había asignado un papel expiatorio al judío. La costumbre, la tradición era difícil, e incómoda, de quebrar, máxime cuando se había hecho verdad de un mito indeleblemente instalado en la psicología colectiva. Por ello, a la afirmación de que la Shoah «tenía sus raíces fuera del cristianismo», se le podría contraponer la pregunta siguiente: ¿sin el antijudaísmo cristiano, hubiera existido el antisemitismo?







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11 comentarios:

Carlos Morales dijo...

Hago mías las conclusiones de Juan Ramón Mansilla, aunque con algunas añadidos. En mi modesta opinión, el antijudaísmo cristiano –y también el anticristianismo judío- comenzó a manifestarse en el siglo I, como ponen de manifiesto –por un lado- los Hechos de los Apóstoles y las cartas paulinas y el silencio –por otro- con que las fuentes judías trataron de aislar la expansión del cristianismo primitivo. En segundo lugar, yo entiendo que el Holocausto no hubiera podido darse sin los dos mil años previos de antijudaísmo doctrinal y social cristiano –y no sólo católico- que empapó por completo la conciencia que los europeos tenían de sí mismos y de la civilización de la que formaban parte. Ahora bien, no tengo nada claro que aquel gigantesco apocalipsis que fue la shoa pudiera haber sido posible sólo sobre ese sustrato idelógico antijudío del cristianismo. En ese sentido, y tal y como han manifestado, entre otros, Rafael Narbona y Ian Kershaw, nada de esto hubiera podido ocurrir sin la Primera Guerra Mundial y la percepción que los alemanes y los líderes de la derecha conservadora ultranacionalista tuvieron de sus consecuencias –la revolución rusa, la breve pero intensa oleada revolucionaria que inaugura la República de Weimar, las imposibles reparaciones de guerra, etc-. Tampoco habría que descartar algunas direcciones ideológicas que tomo el impacto de la técnica y la posibilidad de cambiar mediante su concurso la sociedad entera; es eso de lo que hablaba Günther Anders al refereirse al “totalitarismo técnico” que implicaba la conversión del hombre en algo parecido a “pieza mecánica” intercambiable en el seno de una maquinaria gigantesca y sincronizada al servicio de una idea común, muy en la línea de lo que nos explicaba no hace mucho Fernando Navarro es su ya memorable “Diccionario del Nazismo y del III Reich. Lo que quiero decir es que, si bien es verdad que el antijudaísmo de origen cristiano fue una condición necesaria del Holocausto, también lo es que no fue suficiente.

Rafael Gonzalo Cáccamo dijo...

Totalmente de acuerdo, es una de las contradicciones de occidente.

Juan Ramón Mansilla dijo...

Sí, claro, Carlos, pero quita el sustrato cristiano y... Todo lo demás son añadidos en un constante efecto bola de nieve. Por cierto, la foto es gore total.

Carlos Morales dijo...

Vamos a ver: estoy de acuerdo en la necesariedad del sustrato cristiano, pero no creo que ese mismo sutrato, por sí solo, y sin el concurso de otras circunstancias porpias -digámosolo así- de una coyuntura determinada, hubiera desencadenado por sí solo semejante catástrofe. Es el problema ese tan difícil -que tú, como historiador, sabes mejor que yo- de encajar de un modo ponderado el peso de la coyuntura histórica y de la personalidad -en este caso- de Hitler, en el limo que conforma la estructura de los sistemas humanos.

Juan Ramón Mansilla dijo...

Nadie dice eso, simplemente los cimientos cimientos son, si no sería como las casas de esos dos cerditos del cuento, sopla el lobo y adiós.

Rafael Gonzalo Cáccamo dijo...

Indudablemente semejante tragedia no habría ocurrido sin un factor llamado cabeza de Adolfo Hitler sobrealimentada con cristianismo y espoleada con la rabia de la impotencia de la Gran Guerra.
Considero que en una revisión histórica de las persecuciones y asesinatos en masa podremos hallar que siempre van ligados a una personalidad-espita que desencadena, argumenta e incita el óptimo desarrrollo de la barbarie. Por lo que no puedo llegar a entender una explicación que obvie la presencia de Adolfo Hitler. Y él mismo es el resultado del cristianismo, pero no solo del cristianismo. Existen dos o tres factores que logran la mezcla explosiva.

Antonia Toscano dijo...

Desde el punto de vista de la Historia, o quizás del humanismo, ningún acontecimiento se puede explicar por una sola causa, ni por el reduccionismo económico, ni el religioso, ni cualquier otro. El ser humano es complejo y la dinámica de las masas propias del siglo XX aún más. Para mí está claro que el ser humano es capaz de lo mejor y de lo peor y que cuando las personas dejan de existir dentro de una masa informe, cualquiera puede aprovechar esa coyuntura para conseguir su propósito, siempre que diga lo que la gente quiere escuchar. en momentos de crisis, más; por eso me da miedo pensar que surja alguien que quiera salvar al pais, al continente...un enorme peligro en un momento de gran debilidad de las estructuras democráticas... como entonces.

Juan Ramón Mansilla dijo...

No sé, yo lo que me planteo es si realmente se ha leído el artículo. Alguien puede sembrar trigo en el aire, o necesita tierra? Pues de eso es de lo que el artículo trata de los orígenes en la formación de esa tierra en la que casi dos mil años después fructificaría ese trigo pardo y dentado del antijudaísmo nazi. No es el mero fruto de un solo sembrador ni creció por generación espontánea. El terreno estaba abonado desde 20 siglos atrás. Y en ese largo tiempo ya había habido cosechas, cosechas de sangre.

Antonia Toscano dijo...

Si, si he leído el artículo, muy bien documentado y argumentado y el trigo no se puede sembrar en el aire...es cierto. Intento comprender ahondado un poco más en las raíces... Todo eso explicaría el holocausto, pero no el exterminio de los indios americanos, de las poblaciones negras por los colonizadores europeos, ni las purgas de Stalin...ni tantos otros.

Alicia Cora Ramos dijo...

¿estás seguro, Carlos, de que el origen del antisemitismo es cristiano? ¿Quienes son semitas? Esa sería la primera pregunta que hay que hacerse, y una vez respondida, nos encontramos con que semitas son los árabes y los judíos, y sus tres religiones también son de raíz semita: la mahometana, la judía y la cristiana ¿o Jesús no era judío? Pues ahí estamos desde los siglos de los siglos ¡matándonos! Por el único dios: el oro.

Carlos Morales dijo...

No, Alicia; ni yo ni nadie de los que hemos intervenido en este reflexión común hemos dicho semejante cosa. Aquí, lo que se ha dicho es que el antisemitismo radical del partido nazi que provocó la catástrofe del Holocausto no hubiera sido posible sin ese "cimiento" del antijudaismo que dejaron a su paso dos mil años de cristianismo firmemente interiorizado en la cultura occidental. Juan Ramón Mansilla ha descrito excepcionalmente ese proceso. Y la única discusión que se ha mantenido aquí no ha girado en modo alguno sobre los presuntos orígenes cristianos del antisemitismo nazi -todos sabemos que no fueron esos sus orígenes- sino sobre si ese enraizamiento del antijudaísmo en la sociedad europea fue o no fue, además de necesaria, una condición suficiente por sí misma para generar aquel gigantesco apocalipsis en un sitio y en un timpo muy concreto de la Historia de Europa.